EL PAÍS DE LOS CALLEJEROS: UNA EXPLORACIÓN DE LA LIMINALIDAD DEL PERRO COMUNITARIO CHILENO

 

THE COUNTRY OF STRAY DOGS: AN EXPLORATION OF THE LIMINALITY OF THE CHILEAN COMMUNITY DOG

 

CONSUELO LÓPEZ ROMO[1]

 

 

 

RESUMEN: El 6 de enero de 2017, en Santiago de Chile, 'Cholito', un perro callejero, fue brutalmente agredido hasta morir, generando indignación y movilización en redes sociales y protestas en todo el país. El ataque fue grabado y difundido, llevando a exigencias de castigo y medidas de protección para los perros comunitarios. La muerte de este perro impulsó la aprobación acelerada de un proyecto de ley sobre tenencia responsable de animales de compañía que vino a introducir la novedosa figura legal del ‘perro comunitario’. Esta tesis examina el fenómeno del perro comunitario chileno y de la comunidad que lo configura como una forma de liminalidad interespecie. Se analizan historias y testimonios recientes de este tipo de perro en el territorio chileno, sus amenazas, riesgos y oportunidades en la sociedad chilena actual.

 

Además, se utiliza la etnografía multiespecie y la auto etnografía y se revisan tanto los comportamientos de los pueblos originarios del territorio, así como de ciertas colectividades que han llegado a hacer historia, mediante la propulsión a la creación de leyes o medidas regulatorias hacia los perros comunitarios.

 

ABSTRACT: On Friday 6 January 2017, in Santiago, Chile, 'Cholito', a stray dog, was brutally mauled to death, sparking outrage and mobilisation on social media and protests across the country. The attack was filmed and broadcast, leading to demands for punishment and protective measures for community dogs. The death of this dog prompted the accelerated approval of an act on responsible pet ownership, introducing the novel legal concept of the 'community dog'. This thesis examines the phenomenon of the Chilean community dogs and the community that shapes them as a form of interspecies liminality. Recent stories and testimonies of this type of dog in Chilean territory are analysed, exploring their threats, risks, and opportunities in contemporary Chilean society.

 

Furthermore, this study employs multispecies ethnography and autoethnography, examining the behaviours of both the indigenous peoples of the territory and certain collectivities that have played a role in history by propelling the creation of laws or regulatory measures concerning community dogs..

 

PALABRAS CLAVES: perro comunitario – liminalidad – liminalidad canina – etnografía multiespecie – autoetnografía

KEYWORDS: community dog – liminality – canine liminality – multispecies ethnography – autoethnography.

 

 

I.- PREFACIO

Nunca presté mucha atención a los perros callejeros. No fue sino hasta hace quince años atrás que, después de una depresión mayor, buscando algo que le diera a mi vida un sentido de propósito, me involucré en un grupo local de derechos animales en Valparaíso (Chile) –una de las ciudades con más animales abandonados–, y empecé a trabajar en programas de TNR (capturar-esterilizar-devolver, por sus siglas en inglés) de perros y gatos de la calle. Desde ese entonces, los veo a todas horas y en todas partes, mucho más de lo que quisiera.

 

En mis primeros años de activista estaba segura de que los perros no pertenecían a la calle, solo veía su sufrimiento y con ello aumentaba el mío, frustrada por no poder salvarlos a todos y reubicarlos en un hogar para siempre. Un día, mis compañeras y yo encontramos a una perra del tipo pitbull y su camada recién abandonada cerca de mi casa, y no dudamos un segundo en nuestra decisión: la llevamos a una clínica de bajo costo y le pedimos al veterinario que eutanasiara a la famélica madre y sus siete cachorros, que aún no abrían los ojos y ya estaban infestados de sarna y garrapatas. La decisión fue dura, pero sentimos que habíamos hecho lo correcto por ellos, pues les habíamos evitado un futuro de estigma (por su tipo de raza) y sufrimiento en la ruda ciudad, donde nadie los deseaba.

 

Dos años después de ese episodio, estudié entrenamiento y comportamiento canino e hice una pasantía en un refugio en Portland, Oregon (Estados Unidos), donde mi rol era presenciar las evaluaciones de conducta que decidían la vida o muerte de los perros recién ingresados, y pasear a aquellos que, clasificados como no adoptables, pasarían pronto al corredor de muerte. Los motivos para eutanasiar eran variados, desde comportamientos problemáticos, al menos para la cultura norteamericana (no así la chilena), hasta rasgos como el tamaño, el color y la apariencia poco carismática que, de algún modo, los hacían menos adoptables. Esto no pasaría en mi país, Chile, y pensé por primera vez, al menos allí tendrían la oportunidad de sobrevivir en las calles.

 

Desde el regreso a mi país, nunca he dejado de prestar atención a los perros callejeros. Ya no los veo como algo fuera de lugar, sino que como ejemplos de resiliencia, sujetos con agencia y derecho a existir en la ruda ciudad que, a veces cruel, a veces benevolente, finalmente los ha acogido.

 

Esta es una tesis para ellos. Para esa madre y sus siete cachorros que eutanasié o, mejor dicho, maté, desconociendo su derecho a existir y pertenecer. Es una tesis motivada por la culpa y, en consecuencia, de responsabilidad respecto a los perros que viven en las calles de la ciudad. No es una apología del perro vago, callejero o, como analizará esta tesis, del perro comunitario, sino que un intento por explicar su carácter liminal y el reconocimiento de su derecho al territorio como una fuente de obligación y motivación para su pertenencia en las calles.

II.- INTRODUCCIÓN

El viernes 6 de enero de 2017, tuvo lugar la brutal agresión de un perro callejero en el barrio Patronato de Recoleta (Santiago de Chile), que finalmente le causó la muerte al animal y movilizó una gran campaña en redes sociales, así como múltiples protestas en las calles de todo el país para pedir que los autores de la golpiza fueran castigados con pena de cárcel y se impulsaran medidas que otorgaran real protección a los perros comunitarios. El animal, conocido como ‘Cholito’ (ver Figura 1), era un perro que había sido abandonado en una galería comercial por sus dueños y que solía ser alimentado por la comunidad del sector, causando el malestar de una de las locatarias de la galería y que, para evitar que el animal se refugiara en sus dependencias, finalmente pagó a dos personas para que lo eliminaran a palos. La agresión fue captada en un video y difundida en redes sociales y medios de comunicación, provocando la indignación de grupos de rescate animal, de las autoridades y de la sociedad chilena en general (Cooperativa, 2017).

 

Este hecho impulsó una respuesta reactiva de las autoridades, y en julio de 2017, a casi 6 meses de la muerte de Cholito, la cámara del senado finalmente aceleró la aprobación de un proyecto de ley en tenencia responsable de animales de compañía que había estado durmiendo por más de 10 años en el parlamento (Televisión Nacional de Chile, 2022). Dos años después, el sistema judicial dictó que los autores materiales de la muerte del perro recibieran una condena de presidio de 100 días. En tanto, la autora intelectual fue sentenciada a pagar una multa de unos dos millones de pesos aproximadamente (£1.800), (El Mostrador, 2019).

 

La ley 21.020 sobre tenencia responsable de mascotas y animales de compañía, llamada Cholito en honor a este perro, introdujo varios cambios, como el de la cultura de la eutanasia como medida de control de la población canina por el control humanitario y TNR (capturar-esterilizar-devolver, por sus siglas en inglés) de gatos y perros de vida libre, mayores obligaciones a los dueños de animales, penas de cárcel para maltratadores de animales, y el reconocimiento legal y protección de la novedosa figura del ‘perro comunitario’.

 

Como dice la profesora de filología inglesa e investigadora Susan McHugh, el problema más grande al que se enfrentan quienes escriben sobre perros (Canis familiaris)[2] es que hay miles, sino millones de personas que ya han escrito sobre ellos (2004, p. 7). Tan abundante como su población, la literatura canina rebosa y amenaza con frustrar los intentos más exhaustivos de categorización y de restregarnos por las narices los enredos que montamos para definir y entender a los perros (McHugh, 2004, p. 7). La literatura sobre perros vagos o callejeros, sin embargo, es menos extensa, y se ha centrado en la investigación de la biología y ecología de los perros de vida libre, con algunas excepciones acerca del estudio de las actitudes humanas hacia estos perros en ciudades de la India, Bali, Moscú, algunas ciudades de Rumania, Estambul y Ciudad de México, por nombrar algunos (ver Srinivasan y Nagaraj, 2007; Narayanan, 2017; Srinivasan, 2013, 2015 y 2019; Corrieri et al., 2018; Neuronov, [s.f]; Poyarkov, [s.f]; Mica, 2010; Hart 2019a y 2019b; Coppinger, 2009; Creed, 2017). La investigación sobre los perros de Latinoamérica, por otra parte, es aún más escasa, aún cuando la omnipresencia de los perros callejeros es una característica que se extiende en casi todo el continente. En efecto, ésta es tan marcada que estos perros se han convertido en un rasgo intrínseco y casi pintoresco del hábitat urbano, sobre todo en ciudades de Chile, donde los perros reciben comúnmente el nombre de quiltros (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 2).

 

En las llamadas sociedades occidentales, tendemos a ver a los perros como un producto de la capacidad humana para moldear la naturaleza a nuestras necesidades y, por lo tanto, nos gusta pensar que son aceptables siempre que permanezcan bajo nuestro pleno control (Boitani, 2014, pp. 5-6). Por el contrario, vemos a los perros en libertad –cuya condición es, desde sus orígenes, muy habitual y representa a la mayoría de los perros que han estado en el mundo durante la mayor parte de nuestra historia común–, como un elemento que desestabiliza nuestra visión ordenada del mundo natural y, en consecuencia, se convierte en un problema para la sociedad (Boitani, 2014, p.5). El caso de Chile, no obstante, es particular, pues los perros callejeros y comunitarios son ampliamente aceptados dentro de la sociedad, oscilando entre extremos de historias de crueldad y cariño humanos.

 

Siguiendo este enfoque, esta tesis busca argumentar que los perros ocupan un estatus liminal en la sociedad moderna, un híbrido entre naturaleza y cultura: el más humano de los animales, el menos salvaje de todas las demás especies (Fox, 2006, p. 528, Serpell, 2008, p. 254; Bowes et al., 2015, p. 147). Como mejor señala el especialista en comportamiento animal e interacciones humano-animal, James Serpell:

 

"(…) El perro doméstico existe precariamente en la tierra de nadie entre el mundo humano y el no humano. Es una criatura intersticial, ni persona ni bestia, que oscila incómodamente entre el papel de animal de alto estatus y el de persona de bajo estatus. Como consecuencia, el perro rara vez es aceptado y apreciado por lo que es: un mamífero carnívoro singularmente variado y adaptado a una enorme gama de asociaciones mutualistas con las personas. En cambio, se ha convertido en una criatura metafórica, que encarna o representa simultáneamente una extraña mezcla de rasgos admirables y despreciables. Como bestia que se alía voluntariamente con los humanos, el perro parece perder su derecho a ser considerado un verdadero animal. En muchas sociedades, ocupa ahora el papel de un refugiado apátrida, tolerado y a veces compadecido, pero nunca asimilado o aceptado" (2008, p. 254)

 

La liminalidad se entiende como un concepto central en las ciencias sociales que, como señala el antropólogo Victor Turner, se refiere a cualquier situación ‘intermedia’, objeto o sujeto, que se encuentra en un ‘umbral’, ‘fuera de la sociedad’ o al margen de las ‘estructuras normales’, ya sea por elección o por designación social (1967, p. 46).

 

Por lo tanto, este estudio pretende examinar la aplicación del concepto de liminalidad en el perro comunitario chileno, reconocido como "un perro que no tiene dueño particular, sino que es alimentado y recibe cuidados básicos por parte de la comunidad" y que, según informes recientes, constituye una población estimada de 4.049.277 individuos, tanto en ámbitos urbanos como rurales (Subsecretaría de Desarrollo Regional y Administrativo, 2022). Así mismo, busca argumentar que esta categoría es quizás la más liminal de todos los tipos de perros existentes en el mundo. Estas son las cuestiones que busco examinar:

 

      ¿Qué significa ser un perro comunitario en Chile?

      ¿Qué es y quiénes conforman la comunidad que da existencia al perro comunitario?

 

Para ello, he reunido literatura sobre liminalidad canina (Serpell, 2008; Jerolmack, 2008 y 2013; D'Amico, 2016; Wischermann y Howell, 2018; Schuurman y Dirke, 2020; Johnston, 2023), con el fin de explorar el derecho que los perros tienen al territorio y a existir en las calles por derecho propio, en cohabitación con los humanos, resistiendo a las prácticas higienizantes de eliminar de las ciudades al perro comunitario en las sociedades desarrolladas o en vías de desarrollo (Jerolmack, 2008; Rojas et al., 2018; Hart, 2019), y al papel de ‘refugiado apátrida’ que se le suele conceder a los perros llamados vagos o callejeros (Serpell, 2008; Creed, 2017).

 

Este paper es de naturaleza cualitativa y utiliza como metodología la etnografía multiespecie (Kirksey y Helmreich, 2010) y la auto etnografía (Adams et al., 2017). Otros materiales utilizados para esta tesis son libros, documentos legales, investigaciones publicadas, literatura gris, artículos de prensa, documentales y publicaciones en redes sociales.

 

Por último, quisiera advertir al lector que soy plenamente consciente de mi posicionalidad como investigadora, entrenadora de perros, activista rescatista y ciudadana de una de las regiones con más perros callejeros y comunitarios de Chile (Valparaíso), de modo que este es un trabajo de advocacia y reciprocidad. Advocacia, en el sentido de no pretender que mi historia personal como rescatista sea ignorada para intentar mantener una posición neutral, pues desconocer mi interés por mejorar las vidas de los perros comunitarios sería un ejercicio estéril. La reciprocidad es un intento de agradecer a mis informantes humanos y caninos por permitirme entrar en sus vidas, motivaciones y sufrimientos. Mis informantes humanos son personas de bajo perfil, que la mayoría de las veces prefieren ayudar a los perros desde el anonimato y en la oscuridad (literalmente visitan a los perros en horas en que no hay presencia humana, al amanecer y anochecer, para evitar retaliación hacia los perros y malos ratos con aquellas personas que se oponen al trabajo de rescate). Es una forma de reciprocidad también con los perros, algunos de los cuales me han permitido estar presente y ser testimonio de sus vidas por años, y que me han enseñado tanto. 

III.- METODOLOGÍA

Esta tesis utiliza los métodos de investigación de la etnografía multiespecie (Kirksey y Helmreich, 2010), también llamada etnografía interespecie (Livingston y Puar, 2011), y la auto etnografía (Adams et al., 2017). La etnografía multiespecie, que recoge su significado etimológico del griego ethnos (tribu, pueblo o grupo social) y grapho (‘yo escribo’ o documentación) y que significa ‘descripción de los pueblos’ (Sören Romero, 2020), hace referencia a un enfoque de investigación que explora las interacciones entre humanos y otras especies animales desde una perspectiva cultural y antropológica. Según Kirksey y Helmreich, es un proyecto aliado con la ‘antropología de la vida’ del antropólogo Eduardo Kohn, que describe "una antropología que no se limita a lo humano, sino que se ocupa de los efectos de nuestros enredos con otros tipos de seres vivos" (Kohn, 2007, p. 4, como se cita en Kirksey y Helmreich, 2010, p. 545).  En otras palabras, la etnografía multiespecie busca comprender cómo los seres humanos y los animales más-que-humanos se influyen mutuamente, cómo coexisten en un mismo espacio y cómo se construyen narrativas compartidas en estas interacciones. A través de esta práctica, que recurre a la observación participante, las experiencias y la comunicación, los investigadores exploran las relaciones complejas y diversas entre humanos y otras especies, y cómo estas relaciones influyen en la forma en que todos los involucrados comprenden su entorno y construyen su identidad cultural, desafiando las nociones tradicionales de lo que significa ser humano, de que el humano es el único que posee cultura y cómo éste se relaciona con el mundo natural, ya sean animales, plantas, hongos y microbios, entre otros  (Kirksey y Helmreich, 2010, p. 545).

 

Por otra parte, la auto etnografía es otro método de investigación que, en cambio, utiliza la experiencia personal (auto) para describir e interpretar (grapho) textos culturales, experiencias, creencias y prácticas sociales (ethno), (Adams et al., 2017, p. 1). Según estos autores, “los autoetnógrafos creen que la experiencia personal está impregnada de normas y expectativas políticas/culturales, y llevan a cabo una autorreflexión rigurosa –típicamente denominada ‘reflexividad’– para identificar e interrogar las intersecciones entre el yo y la vida social” (Adams et al., 2017, p. 1). Siguiendo esta línea de pensamiento, los autores mencionan que la autoetnografía tiene cuatro propósitos fundamentales.

 

Tres de estos son objetivos que he buscado y compartido como investigadora, de ahí mi elección por este enfoque como complemento a la etnografía multiespecie. En primer lugar, la auto etnografía proporciona alternativas a las narrativas y estereotipos culturales dominantes, asumidos y a veces perjudiciales, de modo que los relatos de experiencias personales sirven para complementar la investigación existente o colmar sus lagunas (Adams et al., 2017, p. 3). Una segunda finalidad de la auto etnografía, y mía, es “articular el conocimiento interno de la experiencia cultural”, entendiendo que el investigador en cuestión “puede informar a los lectores sobre aspectos de la vida cultural que otros investigadores no pueden conocer” y que, en este caso, se relaciona con mi actividad de rescatista de perros de la calle (Adams et al., 2017, p. 3). Por último, y como ya he mencionado más arriba, la auto etnografía busca “mostrar cómo los investigadores se ven implicados por sus observaciones y conclusiones”, distinguiendo, como señala Adams et al., recurriendo a Smith, que la investigación social "no es un ejercicio académico inocente o distante, sino una actividad que tiene algo en juego y que se produce en un conjunto de condiciones políticas y sociales" en las que el ‘yo’ está inserto (Smith, 1999, p. 5, como se cita en Adams et al., 2017, p. 4). 

 

La etnografía multiespecie y autoetnografía llevadas a cabo para esta tesis se basan en el trabajo en terreno de ocho meses (2023) en las ciudades de Valparaíso, Viña del Mar y Concón (zona central de Chile), Providencia (zona metropolitana de Chile) y Osorno (zona sur de Chile), al igual que en mi experiencia de más de 10 años trabajando con perros callejeros, rescatando y reubicando perros abandonados y comunitarios en Chile.

 

Al investigar este tema, se entrevistaron a doce individuos humanos provenientes de distintas disciplinas y actividades ligadas a los perros comunitarios, tales como abogados en derecho animal, entrenadores de perros, veterinarios especialistas en conducta canina, activistas animalistas y rescatistas de perros, entre otros. Las entrevistas fueron hechas en línea y de modo presencial, semi-estructuradas y de una a dos horas de duración. Las narrativas de los participantes fueron grabadas, anotadas en un libro de notas y transcritas por la autora. Todos los sujetos fueron anonimizados y sus nombres reales han sido reemplazados por números. Por otra parte, algunos de estos individuos humanos fueron seguidos mientras realizaban las actividades de alimentación y cuidado de perros comunitarios en sus barrios. Considero que esos doce perros que conocí son informantes tan importantes como sus contrapartes humanas. Muchos de estos perros son invisibles para un amplio sector de la población. Por lo mismo, y al contrario de los participantes humanos, he mantenido sus nombres tal y como son; anonimizarlos o cambiarlos sería despojarlos de lo poco que tienen y que les otorga identidad al interior de la sociedad humana. Hay un viejo dicho en el campo chileno que dice que nombrar a un animal hace más difícil el acto de matarlo y comerlo. En ese sentido, nombrar interrumpe el anonimato y hace que lo que está ausente –el individuo– se haga presente, de modo tal que como señala Borkfelt, “el nombre es fundamental para que la gente reconozca al animal como individuo y lo considere con especial cariño, lo que puede influir significativamente en su destino”, ya sea la vida o la muerte (2011, p. 122). Finalmente, he decidido honrar los nombres de los perros, porque son una expresión del vínculo especial con los humanos cuidadores que los han nombrado, y porque considero que los animales en cuestión no corren ningún riesgo ético al conservar sus identidades conocidas.

IV.- BREVE HISTORIA DE LOS PERROS EN CHILE

Según el antropólogo Valadez Azúa, los pueblos originarios del continente americano nunca han sido objeto de real interés académico por parte del mundo occidental (2023, p. 8). En esta misma línea, el autor plantea que esta indiferencia es extrapolable al perro americano que, a diferencia de los perros europeos o de Oriente, sí tienen en su haber numerosos esfuerzos académicos por conocerlos, reforzando el paradigma de que ‘lo americano’, en especial la relación cánidos-culturas originarias neotropicales, carece de valor, aun cuando el perro representa al organismo doméstico más relevante en la historia del continente, ya sea por su distribución o compenetración con toda la cultura humana de esta parte del planeta (Valadez Azúa, 2023, pp. 9-10).

 

Para los estudiosos de los perros en Sudamérica, todos los cánidos que existen en esta región provienen indudablemente de Norteamérica y de Eurasia, y es posible que hayan hecho su arribo mucho antes de que los seres humanos ingresaran a esta parte del globo (Apesteguía, 2023a, p. 16; Segura y Sánchez Villagra, 2023, p. 110). Así mismo, el paleontólogo Sebastián Apesteguía señala que “el perro como animal de compañía y de trabajo fue ingresado a los territorios del sur de Sudamérica (Argentina-Paraguay-Uruguay y sur de Chile y Brasil) en múltiples oportunidades, probablemente con cada uno de los pueblos originarios que fueron llegando, con su cultura, su nombre en el idioma de ese pueblo, y sus modos de vida, y aun después, mediante el intercambio y los regalos u ofrendas de paz” (2023b, pp. 285-286), (ver Figura 2). En efecto, los registros más antiguos que se tienen de perros domésticos en la región datan del 5600 a 5000 AP (Loma Alta, Ecuador; Rosamachay, Chile y Perú), (Segura y Sánchez Villagra, 2023, p. 110). Por otro lado, según la arqueóloga Clutton-Brock se han encontrado perros en los yacimientos de la Cueva de Fell, ubicada en la Patagonia chilena, datados entre 8500 y 6500 AP (Clutton-Brock, 1988, citado en Clutton-Brock, 1995, p. 12).

 

Así, la constatación de la existencia de perros domésticos y su estrecha relación con los pueblos originarios de esta zona sirve de contraargumento para aquellos autores que estiman que la domesticación y práctica de tener mascotas fueron tendencias de las culturas occidentales más ‘avanzadas’ (ver Serpell, 2021). En efecto, Segura y Sánchez Villagra señalan que para Diamond, el hecho de que los pueblos originarios americanos, después del 1.500 DP hubieran adoptado animales domesticados bajo normas europeas, tales como caballos y perros europeos, evidencia que no existían barreras culturales para la domesticación (1997, como se cita en Segura y Sánchez Villagra, 2023, p. 111).

 

La domesticación de los animales en los pueblos originarios de Sudamérica, sin embargo, dista del concepto tradicional de domesticación. Para estos pueblos, en su mayoría de naturaleza cazadora-recolectora, el sentido de lo domesticado como ‘objeto’ que se posee, hereda o intercambia, es decir, como propiedad, era limitado (Ducos, 1978, p. 54, como se cita en Ingold, 1994, p. 6). Como argumenta el antropólogo Tim Ingold recurriendo a Sahlins, lo que se tenía se compartía, y no tenía sentido acumular bienes materiales que solo serían un impedimento para las exigencias de la vida nómada (1994, p. 8).

 

En efecto, la visión de los pueblos indígenas en Chile sobre la propiedad privada es diversa y puede variar según la comunidad, el grupo étnico y las circunstancias específicas, no obstante, existen algunas tendencias y puntos de vista comunes que se pueden identificar en general, como la tradición comunal de la tierra y de los animales (Chile es tuyo, 2021). En las cosmovisiones de los pueblos mapuches del sur de Chile y de los selk'nam (onas) y yaganes de Tierra del Fuego –sobre quienes se profundizará más adelante–, la tierra no se consideraba como una posesión individual, sino como un bien común sagrado que debía ser compartido y cuidado respetuosamente por toda la comunidad, de modo que la propiedad privada, en el sentido europeo, era incompatible con sus valores (ver Carbonell, 2001). En la cultura mapuche, no existe el individuo, sino el ser en comunidad, en contacto con la madre tierra (mapu), que le da sentido y esencia a la existencia. Todos los seres de la naturaleza forman parte de su estadio sagrado de creencias, de modo que, incluidos los animales, eran vistos como seres con agencia, que formaban parte de la comunidad, con quienes tenían un vínculo espiritual y sobre los cuales no se tenía propiedad, sino que se compartían de forma colectiva, basándose en la reciprocidad con la naturaleza y el respeto por la tierra y sus recursos (Carbonell, 2001). En relación con los perros en el pueblo selk'nam, tampoco se tiene claridad de que éstos hayan sido considerados propiedad ni que tuvieran dueños (Apesteguía, 2023b, p. 301).

 

En este sentido, y como señala Tim Ingold, la relación de estos grupos humanos con los animales no estaba basada en la dominación, sino que en la confianza, que es una peculiar combinación de autonomía y dependencia (1994, p. 13) y que, se podría inferir, aplicaba a los perros también.

 

De los 10 principales pueblos originarios de Chile, cabe rescatar la tradición de criar perros de los mapuches, uno de los grupos indígenas más numerosos y conocidos de Chile, y de los selk’nam (onas) y yaganes de las tierras más australes del país. En relación con los primeros, el paleontólogo Sebastián Apesteguía hace alusión al perro kiltro –término que proviene del idioma mapudungún de los mapuches y cuya etimología es desconocida–, como sinónimo de algo despectivo o de llamar a los perros falderos mantenidos en general por las mujeres, que eran pequeños y bulliciosos, y criados para vigilar las rucas o casas mapuches (2023b, p. 292), (ver Figura 3). Por otra parte, la palabra trewa también se utilizaba para referirse a los perros, pero además se usaba a semejanza de traicionero, tal como el adjetivo de ‘perro’ utilizado en español castellano para referirse despectivamente a ciertas personas (Apesteguía, 2023, p. 992). En la actualidad, los mapuches siguen empleando el vocablo trewa para hablar de perros, en general.

 

Dicho lo anterior, el término kiltro o quiltro ha permanecido en el léxico chileno moderno y actualmente es utilizado para referirse a algo de mala calidad o un perro sin raza determinada (Apesteguía, 2023b, p. 292). Sin embargo, en tiempos más recientes ha habido un cambio en la percepción de los quiltros y de su estatus en la sociedad chilena. Se ha promovido la adopción de perros mestizos como una alternativa responsable a la compra de razas puras, y se ha fomentado una mayor conciencia sobre la valoración de los quiltros como mascotas, debido a su sociabilidad y adaptabilidad, su numerosa presencia en las calles y la necesidad de aumentar su bienestar (ver Figura 4).

 

En referencia a los selk’nam (onas) y yaganes, Apesteguía recurre a las observaciones del explorador del siglo XVII Julio Popper, quien cuenta una situación en que un grupo de selk’nam huyó de él, quedándose con cuatro niños que llevó a su campamento y en el cual: 

 

“(…) asumieron luego una apariencia somnolienta, acurrucándose los cuatro en un solo punto. A poco más noté que los perros entraban uno a uno en el toldo, colocándose en grupo alrededor de los pequeños onas, para asumir la forma de una especie de envoltura, que bien pronto apenas dejó entrever la cabeza de los chicos: se encontraban éstos completamente rodeados de perros de todo tamaño. Me arriesgo, pues, mientras no obtenga mejores datos, a emitir la opinión de que los perros fueguinos solo sirven para completar el abrigo defectuoso del indio, o más bien, como mueble calorífero del ona” (2023b, p. 300)

 

Ahora bien, la antropóloga Anne Chapmann coincide con Popper en que, además de cazador, (el perro) era también el compañero de la familia y servía como fuente de calor durante las noches heladas, en el interior de las carpas donde solía dormir con los humanos (Apesteguía, 2023b, p. 301), (ver Figura 5).

 

Por último, Apesteguía vuelve a recurrir a Chapmann para mencionar que, si una persona selk'nam moría, se destruían sus cosas, incluida su choza, pero no se mataban a los perros, a diferencia de otras culturas (como se cita en Apesteguía, 2023b, p. 301).

 

A pesar de que existen numerosas crónicas acerca del aspecto de estos perros –y que por razones de espacio aquí no se han mencionado–, lo que aún se desconoce es si se trataba de animales domesticados nativos o introducidos durante la colonización (López, 2020). Tal es el caso del perro yagán o fueguino que pudo ser una especie nativa y domesticada (López, 2020; Apesteguía, 2023; Ávila, 2023). En efecto, como menciona el biólogo Fabián Jaksic, se dice que los pueblos de a pie de la Isla Grande de Tierra del Fuego no tenían perros domésticos de origen asiático, como los pueblos canoeros, sino que habían domesticado un zorro local (como se cita en Ávila, 2023). El perro fueguino que vivió con los selk'nam habría sido un zorro culpeo (Lycalopex culpaeus) domesticado, de colores planos y menos manso que sus parientes descendientes del lobo asiático (Apesteguía, 2023; Ávila, 2023). Esta especie habría sido desplazada tras la llegada en barco de los expedicionarios junto a sus perros europeos, cánidos más dóciles y llamativos por sus manchas, ya sea mezclándose con el perro común o desapareciendo a raíz de la caza de los colonizadores europeos (Jaksic, como se cita en Ávila, 2023). A este respecto, la descendiente selk'nam, Hema'ny Molina, sostiene que "existen muchos registros de nuestros ancestros que incluían a los perros como parte del haruwen o clan familiar. No existe tanta documentación de los procesos de domesticación, pero la memoria ancestral dice que los perros fueron siempre parte de la cultura, de la vida, lo cotidiano" (como se cita en Ávila, 2023), (ver Figura 6).

 

Hacia el siglo XVIII, ya era común ver a los perros deambulando libres y sin dueños en las zonas rurales y en las calles de la ciudad. Como relata el naturalista francés Claudio Gay Mouret en el siglo XVII (Fundación CEBA, 2023):

 

“Todos estos perros (…) viven bastante miserablemente, faltos las más de las veces de alimento, y sin embargo los campesinos por una preocupación muy general no se permitirían matar uno solo de ellos aún cuando su número se multiplicase mucho. Solo en las ciudades es donde a causa de la higiene se verifican estas matanzas de perros, antiguamente a palos por los hombres a quienes pagaba la policía y principalmente por los aguateros de Santiago, etc., o los hombres que costeaban los carniceros en Copiapó, etc., a los que por burla se llamaba los mataperros, y en el día por medio de la estricnina”.

En efecto, para esa época se comenzaron a ordenar las primeras matanzas citadinas de perros callejeros a raíz de la presencia de rabia o hidrofobia, razón que alentó el popular oficio de mataperros (Fundación CEBA, 2023). Cabe mencionar que el último caso de rabia humana transmitida por perros en Chile data de 1972 y que se ha visto íntimamente relacionado a la disminución de la población canina a partir del método de la esterilización (Pan American Health Organization, [s.f]). Sin embargo, la posibilidad de un rebrote siempre ha mantenido a las autoridades en alerta y aún es común escuchar las denuncias de grupos animalistas sobre matanzas clandestinas (El Dínamo, 2023).

Hacia el siglo XIX, Chile recibió una oleada de inmigrantes europeos, en su mayoría de España, Italia, Alemania y el Reino Unido, quienes contribuyeron a la diversidad cultural y al desarrollo económico del país. Además, las ciudades chilenas comenzaron a modernizarse y a expandirse, trayendo consigo el aumento de perros de vida libre en las calles de la ciudad. No obstante, la misma migración implicó cambios sociales importantes en la sociedad chilena, llevando consigo mejoras significativas en términos de educación. Así, las corrientes librepensadoras, progresistas e intelectuales de inspiración europea impulsaron tratos más éticos para los animales y los perros en particular, como se evidencia con la fundación de la primera Sociedad Protectora de Animales de Santiago por el ex intendente Benjamín Vicuña Mackenna a fines del siglo XIX y la subsiguiente instalación de la Sociedad Protectora Carlos Puelma Besa de la ciudad de Valparaíso en 1915 (Caneo, 2022, pp. 297-298; Fundación CEBA, 2023). Esto es interesante, ya que como indica la geógrafa Krithika Srinivasan con relación a la India, en la que perros de vida libre siempre han formado parte de esa sociedad, pero cuya presencia se hizo más visible a la mirada del estado bajo la dominación colonial británica (Karlekar, 2008, como se cita en Srinivasan, 2019, p. 379), el caso de Chile es similar, en tanto fue la colonización europea entre la segunda mitad del siglo XV y la primera mitad del siglo XIX y la migración europea de los siglos XIX y XX, los que hicieron que el control social y estatal del perro “callejero” se hiciera más notorio (Caneo, 2022, p. 297).

 

En efecto, y como señala el académico Philip Howell, en el debate sobre el lugar de los animales en la ciudad moderna destacan los temas de la exclusión y la inclusión, el aislamiento, el encierro y la segregación, la oclusión, la vigilancia y el control y, por ello, los animales se encuentran cada vez más restringidos en cuanto a lo que pueden ser y dónde pueden estar, cómo deben comportarse y cómo deben ser tratados, vistos y comprendidos (2018, p. 223). Este enfoque resultó ser problemático para los perros callejeros de la ciudad, teniendo en cuenta la influencia de las costumbres rurales en los estilos de vida urbanos, especialmente en la periferia de las ciudades, donde los perros eran libres y servían como voz de alarma ante la presencia de extraños en los barrios o como premonitores de terremotos, especialmente numerosos en el país (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 2).

 

Para Caneo, “el transitar histórico de la protección de los animales, desde los inicios del siglo XX hasta nuestros días, es posible de describir como una instancia en la cual fluctuamos del cuidado animal bajo un argumento socio cultural y económico, pasando por una de sanidad animal y bienestar animal, donde poco a poco va emergiendo el concepto de cuidado animal por su calidad de ser vivo y, por último, lo que conocemos como Tenencia Responsable” (2022, p. 298). Bajo este enfoque, es necesario comprender los discursos que sustentaron los temas abordados en cada una de las siguientes épocas y cómo estos contribuyeron a la liminalidad del perro, en especial del comunitario.

 

Desde 1900 hasta 1954, se evidencia un creciente interés en el bienestar animal, motivado principalmente por su valor económico y cultural (Caneo, 2022, p. 299). Aunque no existían normativas legales específicas en relación con los animales, se puede percibir un cambio en la atención hacia su cuidado a través de discursos promovidos por actores como las sociedades protectoras, la policía de Santiago y la incorporación de los derechos de los animales en el sistema educativo (Caneo, 2022, p. 299). Por ejemplo, en la publicación Educación de la juventud: protección de los animales de 1919 por Meléndez, destaca una breve introducción de la importancia de respetar a los animales y la transcripción de una charla dada por un alumno del Instituto Nacional, en la que éste señala:

 

“Las mañas en los animales, son causadas, generalmente, por las mismas personas que se sirven de ellos, pues una persona inteligente y bondadosa logra quitárselas sin recurrir a los golpes como medio eficaz” (Meléndez, 1919, p. 15, como se cita en Caneo, 2022, pp. 299-300).

 

Estas palabras señalan una marcada distinción de clases: una más elevada, asociada a un mayor desarrollo socio-económico y cultural, que permite que a los animales se les trate con respeto y bondad; y otro vinculado a personas de bajos recursos y limitado acceso a la educación, a quienes se les atribuía la incapacidad de brindar un cuidado respetuoso y humanitario a los animales (Caneo, 2022, p. 300).

 

Es interesante observar la semejanza, aunque un poco desfasada, con lo que ocurría en el mundo anglosajón a finales del siglo XIX, donde no es solo el perro urbano incontrolado al cual se percibe como un problema. Como señala Howell, el desarrollo de la ciudad implicaba el reclutamiento del mundo animal, de modo que este mundo se humanizaba y se sometía a rutinas disciplinarias similares a las del mundo humano: el sujeto indisciplinado tenía un perro indisciplinado (el perro callejero); el individuo disciplinado tenía una mascota controlada en el lugar que le correspondía, esto es, el hogar. La mascota era social, el perro callejero permanecía en el mundo natural, desestabilizando el orden y la higiene de la ciudad (2018, p. 224).

 

Durante la segunda mitad del siglo XX (1954-1992), destaca en Chile un enfoque centrado en la salud animal, impulsado por la promulgación de normativas destinadas a salvaguardar la sanidad animal con el propósito de proteger y promover la industria ganadera y la salud humana (Caneo, 2022, p. 300). En 1954 se promueve la ley 11.564 relativa a los mataderos clandestinos; en 1989 se promulga la ley 18.959 en la que, por primera vez, se tipifica el maltrato animal como delito; y en 1992 se dicta la ley 18.892 de Pesca y Acuicultura (Caneo, 2022, p. 300).

 

Es importante destacar que estas modificaciones se producen en un contexto cultural que, tal como señala el informe técnico de la ley de 1989, buscaba “llenar un vacío existente en nuestra legislación (…), sobre la base de que la protección de los animales debe estimarse un deber moral del hombre, tanto más cuanto que contribuye a fortalecer un noble y elevado sentimiento humano, cual es el respeto de los seres más débiles” (Caneo, 2022, p. 302).

 

Ya en la segunda década del siglo XXI, el concepto de los animales como seres sintientes empieza a cobrar más fuerza, lo que se evidencia con la promulgación de la ley de Protección Animal 20.380 del año 2009. El objetivo de ésta era establecer “normas destinadas a reconocer, proteger y respetar a los animales como seres vivos y parte de la naturaleza, con el fin de darles un trato adecuado y evitarles sufrimientos innecesarios” (Caneo, 2022, p. 305).

 

La preocupación por la protección de los perros, en especial, continuó expresada a través del Reglamento de Control Reproductivo de 2015, que se alejaba de la eutanasia de perros como modelo de control poblacional por uno de control humanitario a través de la esterilización, educación y promoción de la tenencia responsable de perros y gatos (Caneo, 2022, p. 306). No obstante, es necesario aclarar que estas medidas siguen estando motivadas por el control sanitario, en tanto el perro callejero es visto como un vehículo de transmisión de enfermedades zoonóticas. Su población debe ser disminuida y su presencia en las calles erradicada. Como sostiene la historiadora Harriet Ritvo, “definir a los perros (…) como culpables (de enfermedades) y no como enfermos, transformaba a las zoonosis de un problema médico en un problema policial. Desde este punto de vista, el principal trabajo del control de enfermedades era la vigilancia moral intensiva de la población canina, con el fin de purgarla de los miembros descarriados que se habían desviado de las normas de solidez tanto moral como física” (1987, p. 176). En otras palabras, cultural y biológicamente, el perro callejero amenaza con una ruptura del orden social y cultural y una reversión a la animalidad que revela la fragilidad de la propia vida civil (Howell, 2018, p. 226).

 

Por último, y a raíz del asesinato del perro comunitario ‘Cholito’ en enero de 2017 y que movilizó a todo el país –cabe mencionar la masiva concurrencia de más de 10 mil personas a una marcha que se realizó a lo extenso del país para exigir justicia para Cholito (Madariaga, 2017), ese mismo año se dictó la primera ley de Tenencia Responsable que, como argumenta Caneo, consolidó el desafío de reflexionar más allá sobre los derechos de los animales, proponiendo la idea de cambiar la clasificación legal actual de los animales como bienes muebles a seres sintientes. Se abogó por reconocerlos como sujetos de derecho, fomentar la filosofía del veganismo en el ámbito público y cuestionar prácticas que involucran la tracción a sangre, así como actividades tradicionales como el rodeo y las carreras de galgos y otros perros (2022, p. 308).

 

La ley 21.020 de Tenencia Responsable incorporó una serie de nuevas categorías jurídicas para regular obligaciones y deberes a los dueños de perros y otros animales considerados mascotas o animales de compañía, como los gatos (Chible Villadangos y Gil Herrera, 2021, p. 225). Es interesante observar que esta ley pone en relieve la responsabilidad de los seres humanos para con los perros, de modo que, como dice Howell, la vigilancia y el control ya no se limitan a los perros vagabundos, sino que se extienden a los perros de compañía que pasean con sus dueños por las calles. En nombre de la salud pública y la higiene social, el control de los animales en la vía pública se vuelve cada vez más estricto (2018, p. 228). Evidencia de lo anterior es la incorporación de un listado y normas para la nueva categoría de “perros potencialmente peligrosos” y la introducción de obligatoriedad del uso del bozal. No obstante, la atención y la supervisión se dirigen a los propietarios de los perros, en lugar de imponer la coacción a los propios perros. Para Howell, nos encontramos ante la construcción de un ‘modelo de responsabilidad’, en el que se advierte “la presencia de tecnologías de una alternativa liberal a sistemas más intrusivos de disciplina y control para generar ciudadanos respetables y responsables que poseen un animal de compañía (2018, p. 236).

 

Ahora bien, dentro de las categorías introducidas en la ley 21.020, destaca la novedosa noción del ‘perro comunitario’ que “busca añadir a nuestro marco normativo a un actor histórico y tradicional, presente en la vida de vecindad y de barrio de gran parte de la población” (Chible Villadangos y Gil Herrera, 2021, p. 226). Con esta inclusión, se le da reconocimiento a la historicidad y continuidad del perro comunitario que, desde los inicios, siempre ha estado presente en Chile, alejando de él la distinción de animal de segunda clase, aunque, como veremos más adelante, su incorporación normativa y su presencia en la sociedad chilena no ha dejado por ello de ser menos problemática.

V.- LIMINALIDAD CANINA

Aunque es difícil precisar el número exacto de perros domésticos en el mundo, algunas estimaciones de demografía canina indican que la población mundial supera los 700 millones (Hughes y Macdonald, 2013, p. 341), mientras que otras sugieren que está más cerca de los mil millones de individuos (Gompper, 2014c, p. 25), de los cuales solo el 20% vive bajo estrecha supervisión humana (Miklósi, 2018, p. 36). Esta abundancia no solo ha ampliado las oportunidades de interacción entre perros y humanos, sino que también ha hecho más compleja nuestra comprensión de los perros por lo que realmente son, enfatizando la idea de que la existencia de los perros solo es inteligible en relación con los humanos (Arseneault, 2013, p. 137).

 

De hecho, el académico Jesse Arseneault señala que la teoría cultural y los estudios sobre animales han dedicado mucho trabajo a la figura del perro, pero comparativamente poco a la figura del perro vagabundo, a pesar de su ubicuidad global, y por ello refiere al argumento de la filósofa Donna Haraway de que deberíamos ver a los perros como ‘especies de compañía’ (Haraway, 2016), ofreciendo un intento de contrarrestar su estatus como mascotas, es decir, como meros accesorios de la existencia humana en lugar de participantes en ella (Arseneault, 2013, p. 137).

 

Mi argumento es que los perros son, en especial los perros vagabundos, mucho más que extensiones históricas de la vida humana. Como dice el zoólogo Luigi Boitani, salvaje, vagabundo, selvático, aldeano, sin supervisión, son solo algunas de las muchas etiquetas utilizadas para definir una enorme variedad de ecotipos de perros que comparten una característica ecológica fundamental: son libres de vagar por donde quieran y seguir alguno que otro señuelo (2014, p. 5v). Como mejor explica el autor:

 

“(…) La mayoría de los perros del mundo no tiene compañía humana. Esta categoría es muy heterogénea e incluye perros que tuvieron y perdieron un compañero humano, y perros que nunca tuvieron un vínculo social con los humanos. Para los del primer grupo, su dependencia de los humanos suele reducirse a una débil imagen de una antigua relación simbiótica; a veces, la pérdida de un vínculo social con los humanos se sufre como una herida sin cicatrizar que lleva al perro a una búsqueda interminable de un nuevo compañero humano. Pero a veces la pérdida se transforma por completo en una nueva vida de relaciones exclusivamente caninas. Los del segundo grupo, la mayoría de los perros que viven en libertad, nunca han tenido una relación social con los humanos. Sin embargo, por muy alejados que estén de los humanos, siguen dependiendo de nosotros para alimentarse y cobijarse”. (Boitani, 2014, p. 5v).

 

Entonces, en la infinita diversidad de la vida canina, en la que podemos encontrar todos los grados posibles de vínculos más fuertes o más débiles con los humanos, ¿dónde encaja el perro comunitario chileno?

 

Muchos autores han argumentado que los perros ocupan un espacio y un estatus liminal o "intermedio" en la sociedad moderna, como animales y cuasi humanos, ya que son percibidos, por un lado, como ‘salvajes’ y parte de la naturaleza a los que se debe dejar correr libremente y ‘ser un perro’, pero también como miembros de la familia y compañeros íntimos (ver Sanders, 1993; Fox, 2006; y Bowes et al., 2015). Mi enfoque es que si esto es así, entonces el perro comunitario chileno es quizás el más liminal de todos los perros, y en tanto, el más difícil de comprender dada su eterna fluidez.

 

Ahora bien, antes de avanzar, se hace necesario detenernos en qué significa la liminalidad como concepto, de dónde proviene y cómo puede ser aplicado al perro y, en especial, al perro comunitario chileno, e incluso a la comunidad que configura a este tipo de animal.

 

Según el Online Etymology Dictionary (2023), el concepto ‘liminal’ significa "‘límite’, ‘frontera’, del francés antiguo limite, ‘un límite’, del latín limitem (nominativo limes) ‘una frontera, límite, borde, terraplén entre campos’, que probablemente esté relacionado con limen ‘umbral’, y posiblemente de la base de limus ‘transversal, oblicuo’, de origen incierto”. El término fue introducido por primera vez en las ciencias sociales por el etnógrafo y folclorista francés, Arnold van Gennep, en su obra seminal Los Ritos de Paso de 1909, al analizar las fases de transición en los rituales culturales (Thomassen, 2009, p. 5). En ella, van Gennep definió los ritos de paso como "ritos que acompañan todo cambio de lugar, estado, posición social y edad" (D'Amico, 2016, p. 17), e identificó en los rituales humanos tres estados individuales, pero sucesivos: la fase pre-liminal (separación), la liminal (transición) y la post-liminal (incorporación), (Turner, 1964, p. 46). Para van Gennep, la fase liminal es un período de ambigüedad y desestructuración social, donde los individuos experimentan un estado de ‘no pertenencia’ antes de reintegrarse en la sociedad (ver van Gennep, 1909; Turner, 1964; y Thomassen, 2009).

 

Posteriormente, en la década del 60, Victor Turner redescubrió la importancia de la liminalidad, a la vez que amplió y refinó el concepto (Thomassen, 2009, p. 14). A diferencia de van Gennep, las contribuciones de Turner no sólo se aplicaron a los rituales ceremoniales, sino que resaltó la relevancia de la liminalidad en la construcción de la identidad personal, y en los eventos sociales y culturales más amplios (Thomassen, 2009, p. 14). En palabras del propio Turner, la liminalidad se refiere a cualquier situación u objeto ‘intermedio’ (Turner, 1964, p. 46). Para Thomassen, “es evidente que esta interpretación abre un espacio para posibles usos del concepto mucho más allá de lo que el propio Turner había sugerido” (2009, p. 14), y si bien este nunca habló de liminalidad en relación con los animales, sí lo hizo en razón de los individuos, de modo que el uso del concepto en los estudios-animales no ha sido escaso (Serpell, 2008; Jerolmack, 2008 y 2013; D'Amico, 2016; Donaldson y Kymlicka, 2018; Wischermann y Howell, 2018; Schuurman y Dirke, 2020; Johnston, 2023).

 

Como sugiere Thomassen, parece significativo sugerir que existen distintos grados de liminalidad, y que estos dependen de la medida en que la experiencia liminal pueda sopesarse con las estructuras persistentes. Además, se hace necesario precisar que los individuos pueden buscar conscientemente una posición liminal, de la misma manera en que se puede pensar o clasificar a individuos o grupos sociales enteros como liminales, aunque nunca hayan ‘pedido’ esta posición (2009, p. 18). Tal parece ser el caso de los animales vagabundos que, similares a los grupos de inmigrantes o refugiados humanos, se encuentran a medio camino entre un lugar de origen y el de acogida, forman parte de la sociedad, pero a veces nunca se integran plenamente (Thomassen, 2009, p. 19), de tal forma que se podría decir que son las acciones humanas las que constituyen el carácter liminal de una especie animal o de un grupo dentro de la misma especie (Pérez Pejcic, 2020, p. 39).

 

Ahora bien, existen múltiples formas en las que se puede aplicar el concepto de liminalidad a los perros domésticos, sean estos considerados mascotas o vagabundos. Para la geógrafa Rebekah Fox, por ejemplo, uno de los principales dilemas que plantea la relación entre este animal de compañía y el ser humano es su doble condición de ‘persona’ y ‘posesión’ (2006, pp. 528-529).  Así, por una parte, los perros ocupan una posición liminal en la frontera entre lo ‘humano’ y lo ‘animal’, y “son apreciados por sus dueños como ‘individuos mentales’ o amigos, capaces de pensamiento racional y emoción, pero también tratados como objetos o posesiones que se desechan si no se ajustan a las expectativas y valores humanos” (Fox, 2006, p. 526). El autor argumenta que si bien se les valora por su ‘animalidad’, se les somete a prácticas que deconstruyan su liminalidad y los guíen a una siguiente fase de incorporación, a través de la cría selectiva, el entrenamiento y la esterilización, que intentan ‘civilizarlos’ y hacerlos más parecidos a ‘pequeños humanos’, que solo entonces son asimilados por la sociedad (Fox, 2006, p. 526). Para Schuurman y Dirke, por otra parte, hay especies cuya posición en la sociedad siempre ha sido liminal, especialmente entre la categoría de animal de compañía y la de plaga, pero también entre salvaje y domesticado (2020, p. 5). Así, el perro mascota es asimilado por la sociedad, siempre que cumpla con ciertas condiciones ‘humanizantes’, sin embargo corre el riesgo de demostrar mucho su animalidad y convertirse en un perro abandonado o vagabundo, dejándolo en un limbo de ignorancia, rechazo y desprovisto de territorio. En esta línea, hay autores que se refieren a la liminalidad del perro como la  propiedad de ser fluida entre categorías como salvaje-doméstico, natural-cultural, inútil-útil, urbano-rural o matable-no matable (Wischermann y Howell, 2018, p. 4). Más aún,  el animal no solo puede ocupar una posición liminal, sino que él mismo parece capaz de convertirse en híbrido y de fluctuar entre categorías (Wischermann y Howell, 2018, p. 5). Esto es evidente en los perros, que pueden pasar de categorías de mascota de la familia a vagabundo, en caso de perderse o ser abandonado; a animal de refugio en caso de ser rescatado; nuevamente a mascota en el caso de ser reincorporado en un hogar; y en peste, en caso de volver a ser abandonado o perderse, teniendo que sobrevivir en las calles, como es el caso de muchos perros comunitarios. Ahora bien, aun cuando éste vive en los márgenes de la sociedad, ya no es el dueño el que restringe su agencia, sino que el público general (Schuurman y Dirke, 2020, p. 5).

 

En efecto, académicos como D'Amico van aún más allá, y sostienen que el perro ha estado condenado a un estado perpetuamente liminal desde su domesticación, en tanto a medida que evolucionaban las civilizaciones, el perro pasó a ocupar un lugar intermedio entre la naturaleza y la humanidad y sirvió de conexión del humano con la naturaleza salvaje en una sociedad urbanizada, de modo que el perro no es ni salvaje ni domesticado (2016, pp. 1-2). Por otra parte, la autora señala que en el folclore los perros han sido seres permanentemente liminales, y que basta con atender a los múltiples papeles que la especie ha desempeñado en las sociedades humanas, como el de mártires-santos y otras figuras simbólicas en la religión, su conexión dualista entre naturaleza y cultura, su representación en la muerte y su progresión de animales de trabajo a compañeros (2016, pp. 18-20). En otras palabras, el perro es un ser culturalmente liminal a caballo entre lo divino y lo terrenal, lo salvaje y lo domesticado, la naturaleza y la cultura, la vida y la muerte, el trabajo y la compañía, lo privado y lo público (D'Amico, 2016, p. 46; y Steinbrecher, 2018, p. 127).

 

Para Wischermann y Howell, destaca la liminalidad de aquellos animales que viven cerca de nosotros los humanos, que dependen ecológicamente de las personas, viven en ‘nuestras’ ciudades, pero no están bajo nuestro control inmediato y que no son fáciles de designar ni como ‘salvajes’ ni ‘domesticados’ (2018, p. 63). Tal es el caso del perro comunitario chileno, entendido como un animal que es cuidado por ‘una comunidad’, un grupo desarticulado de personas o una sola persona, sin reconocer legalmente su responsabilidad como ‘tenedor de este’. Cabe destacar que este término no solo se ha utilizado en Chile, pues como señala Johnston, son muchas las agencias gubernamentales que en respuesta del uso problemático de la palabra ‘salvaje’ para gatos y perros y sus asociaciones negativas, han renombrado a esta población como comunitaria (2023, p. 2). Aquí cobra especial significancia el carácter liminal descrito por los especialistas en perros Raymond y Lorna Coppinger, quienes reflexionan sobre la dificultad de clasificar a los perros ‘callejeros’ como ‘vagabundos’ o como ‘asilvestrados’ desde el enfoque de la ecología del comportamiento, y que sostienen:

 

“Tratar de clasificar a los perros en categorías amplias como perros de familia o perros de vecindario o perros asilvestrados es difícil porque muchos perros cambian de categoría a lo largo de su vida. Muchos cambian desde el principio del día hasta el final, pero mañana se despiertan de nuevo en la primera categoría de ayer” (2001, p. 27)

 

En efecto, los Coppinger describen cómo en términos ecológicos, la relación con los perros puede ser comprendida como una relación simbiótica de cuatro tipos (2001, pp. 26-28). La relación simbiótica comensalista, que es buena para una especie pero no hace nada por la otra; la relación mutualista, simbiosis que beneficia a ambas especies por igual y que se suele suponer que es la relación que existe actualmente entre los perros y las personas; la simbiosis parasitista, que define la relación entre dos especies que conviven y en la que un organismo obtiene un beneficio a costa del otro; y la relación amensalista, convivencia en la que una especie perjudica a otra, a menudo sin saberlo y sin beneficiarse a sí misma (Coppinger y Coppinger, 2001, pp. 26-28). Así, el perro comunitario, a diferencia de otros tipos de perros, puede moverse fluidamente entre estas cuatro formas de relación con los humanos, lo que lo hace extremadamente liminal y adaptable. Muchas veces los perros comunitarios obtienen un beneficio alimenticio y refugio por vivir cerca de las personas, mientras que estas obtienen poco o ningún beneficio de los perros; otras veces se benefician de los humanos, mientras que los humanos también de ellos, ya sea a través de la retribución emocional, compañía o sentido de propósito; otras veces actúan, en palabras de los Coppinger y del historiador Stephen Budiansky, como parásitos económicos y sociales, en tanto cuestan más de lo que devuelven (Coppinger y Coppinger 2001, p. 28; y McHugh, 2004, p. 25); y por último son lastimados y sometidos a prácticas crueles por los humanos, todo el tiempo.

 

En este punto, parece pertinente volver a van Gennep y a las fases o ritos de paso que el individuo debe experimentar para pasar de un grupo a otro y que están implícitos en el individuo por el solo hecho de existir (D’Amico, 2016, p. 8). Como se mencionó anteriormente, van Gennep describió tres fases o ritos de paso: la primera fase pre-liminal o rito de separación, en la que el individuo experimenta la desconexión de un punto concreto, ya sea dentro de la estructura social, de un conjunto de condiciones culturales o de ambos; la fase liminal o rito de transición, en la que el individuo se encuentra en un intermedio de paso entre etapas; y la fase post-liminal o rito de incorporación, en la que el individuo vuelve a entrar en la estructura social y obtiene derechos y obligaciones que marcan su nuevo estatus, completando con ello la ceremonia (Turner, 1967, p. 46; D’Amico, 2016, pp. 9-10). Vale mencionar que la fase liminal suele estar vinculada a símbolos como la invisibilidad, el eclipse de sol y de luna, la oscuridad y el desierto, es decir, estar presente pero no verse, como en un eclipse (Turner, 1969, p. 110; D’Amico, 2016, p. 11). Para Turner, el individuo en transición o liminal personae se vuelve ineludiblemente ambiguo y estructuralmente invisible porque "ya no están clasificados y, sin embargo, están clasificados" (1967, p. 48). Solo al completar la fase de incorporación el individuo vuelve al colectivo, separándose de su individualidad, llorando su pérdida e incorporándose a una nueva etapa de la vida (D’Amico, 2016, p. 12). Más adelante, se verá cómo los perros comunitarios también experimentan estas fases o ritos de paso. En efecto, estos animales atraviesan varias ceremonias que los hacen convertirse en una liminal personae perpetua, como son los programas de TNR (capturar-esterilizar-devolver) que, para Johnston, constituyen un rito de paso a una existencia liminal, así como las herramientas de identificación, ya sean collares o tatuajes que indican el estatus reproductivo y actúan como distintivos que los hacen más domésticos y menos salvajes, entre otras prácticas (2023, p. 5).

 

Por último, cabe resaltar el uso del concepto liminal desde la perspectiva de la teoría política desarrollada por Donaldson y Kymlicka, quienes han conceptualizado a los perros callejeros como ‘animales liminales’ que deben ser reconocidos como ‘denizens’, en tanto ocupan un estatus intermedio definitivo, como co-residentes de comunidades humanas, pero no co-ciudadanos, pues están entre nosotros, pero no son de los nuestros (Donaldson y Kymlicka, 2018, pp. 65-66; y Wischermann y Howell, 2018, p. 8). Recurriendo a Donaldson y Kymlicka, los autores Wischermann y Howell señalan que “estos animales liminales o comensales a veces son bienvenidos, a veces son despreciados y perseguidos, pero la mayoría de las veces son tolerados o ignorados. Viven entre nosotros independientemente de que los invitemos, los apoyemos activamente o los queramos como parte de la comunidad. Muchos humanos ven muy pocos beneficios en la presencia de estos animales y los han sometido a rigurosas campañas de supresión y control. Sin embargo debemos aceptar que pertenecen aquí entre nosotros, pues no tienen otra opción en la vida silvestre. Y es casi seguro que la deportación conlleva la muerte” (Donaldson y Kymlicka, 2018, p. 66; Wischermann y Howell, 2018, p. 8).

VI.- LA LIMINALIDAD DE LOS PERROS COMUNITARIOS CHILENOS Y DE LA COMUNIDAD QUE LOS CUIDA Y CONFIGURA

Como se ha dicho anteriormente, el perro comunitario ha existido desde siempre en Chile, sin embargo no fue hasta la aprobación de la ley 21.020 o ‘ley Cholito’ en 2017 que adquirió un estatus legal como "un perro que no tiene dueño particular, sino que es alimentado y recibe cuidados básicos por parte de la comunidad" . En palabras de la abogada chilena Pía Bravo Bremer, este animal representa jurídicamente una cosa mueble semoviente, la cual, a su vez, pertenece al conjunto de animales cuyo bienestar se encuentra amparado por las normas contra el maltrato animal (2020, p. 243). No obstante, uno de los problemas de esta figura, es que no queda claro si el perro comunitario califica como ‘mascota o animal de compañía’, dejándolo desprovisto de las normas sobre tenencia responsable, que son el nivel más alto de protección (Bravo Bremer, 2020, pp. 243-244). Al respecto, Chible y Gil Herrera señalan que la definición de perro comunitario es vaga, sin enmarcar al animal, por ejemplo, en un espacio territorial determinado, elemento de suyo de la esencia de la clasificación, ni tampoco define qué ha de entenderse por comunidad (2021, p. 228). En efecto, la ley tampoco regula el estatus de la comunidad, la naturaleza del vínculo existente entre ella y el animal, no explica qué se entiende por alimentar o brindar cuidados básicos, ni las obligaciones que corresponden a la comunidad a cargo (Bravo Bremer, 2020, p. 246; Chible y Gil Herrera, 2021, p. 233). Lo único que es posible afirmar, es que el perro comunitario es un animal de vida libre que quizás nunca tuvo un dueño, y de haberlo tenido, puede haberse perdido o haber sido abandonado a su suerte en las calles (Bravo Bremer, 2020, p. 248).

 

Dicho esto, ¿qué significa ser un perro comunitario? Este y los siguientes apartados son más exploratorios que definitivos, y se basan en las ideas teóricas de la liminalidad para analizar la naturaleza del perro chileno comunitario y la comunidad que lo configura, con el objetivo de aportar una mayor comprensión acerca de estos dos grupos. 

1.     Minerita, también conocida como Vieja

Conocí a Minerita hace once años en 2011, cuando aún era una cachorra de unas ocho semanas de edad y vivía junto a su madre y sus dos hermanos en unas dunas, cerca de mi casa, en Concón (región de Valparaíso). Mis colegas rescatistas y yo llevábamos más de un año intentando atrapar a la madre, que había parido varias veces y cuyas camadas nunca pudimos encontrar. Un día, paseando a mis perros, encontré a los tres cachorros escondidos en una cueva en las dunas. A pesar de lo pequeños que eran, tomé la decisión de capturarlos y llevarlos a esterilizar. Más no podía hacer, pues ya tenía catorce perros rescatados en casa y aún no lograba darlos en adopción. Llamé a una amiga para que me ayudara a capturarlos y mientras intentábamos sacarlos de la cueva entre sus gritos ensordecedores, la cueva, que era frágil por la arena de la duna, se vino abajo y los tres quedaron enterrados bajo tierra. De ahí su nombre ‘Mineritos’, pues nos recordaron a los 33 mineros chilenos que quedaron bajo 600 metros de profundidad en una mina en el norte de Chile por 69 días en el año 2010. Dos horas después, logramos sacarlos de los escombros y los llevamos a una clínica de bajo costo para ser esterilizados. Los cuidé en mi casa por tres días, en los que pude darme cuenta de que habían heredado el mismo temperamento temeroso de su madre; tenían terror de los humanos, tanto que chillaban apenas me veían aparecer para acomodar sus camas y rellenar sus platos de comida. Días después, los retorné a las dunas para que se reunieran con su madre. A ella logramos esterilizarla y regresarla a su familia un mes después. Nunca logré que se adaptaran a mi presencia, y si bien fui sagradamente a alimentarlos una vez al día por más de seis meses, jamás los vi relajados y comer delante de mí. Solo cuando me subía al auto, se lanzaban sobre la comida para engullirla, siempre en estado de alerta. En cierta medida, estaban condenados a las calles. Nunca podrían ser dados en adopción y estaban destinados a convertirse, con suerte, en perros comunitarios.

 

Minerita, sus hermanos y su madre, a quien llamamos Mamá Minera, un día dejaron las dunas y empezaron a rondar por varias partes de mi barrio, hasta que encontraron cobijo en una estación de bencina que quedaba a unos kilómetros de mi casa, y de ahí les perdí el rastro. Solía verlos desde el auto, y también fui testigo de cómo el grupo fue disminuyendo, sin saber si los habían adoptado, se habían separado voluntariamente o habían muerto atropellados, hasta que dejé de verlos definitivamente. Diez años después, encontré a Minerita en las afueras de una mascoteria y me enteré que la gente que atendía en el local la alimentaba todas las tardes. Nadie sabía de dónde venía, ni dónde vivía, aunque algunos clientes de la mascoteria decían que dormía en unas dunas cercanas. Lo único certero es que llegaba al local comercial todos los días, unos minutos antes del cierre, a eso de las siete de la tarde. Su nombre ya no era Minerita, sino Vieja (ver Figura 7). Todos sabían que no debían tocarla ni mirarla mientras comía. Se enteraron por mí que estaba esterilizada y de su nombre pasado. Para la gente del local, Vieja es su perra comunitaria, a pesar de que la clasifican como una perra “asilvestrada”, dado su carácter temeroso y su comportamiento evasivo con los seres humanos. En efecto, Vieja no es una típica perra comunitaria. Como evidencian algunos estudios hechos en Chile, la mayoría de los perros que han sido abandonados se organizan en manadas y muestran los comportamientos más sociables de la especie. Esto apoya la idea de que los perros pueden mostrar diversas formas de socialidad en el mismo espacio y tiempo, con congéneres, humanos y probablemente también otras especies (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 3). Más aún, la mayoría de los perros comunitarios despliegan pocos comportamientos de estrés y muy poco miedo y, por tanto, un alto grado de tolerancia tanto hacia los peatones habituales como hacia las personas desconocidas (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 7). Pero Vieja nunca más ha sido vista en compañía de otros perros ni tampoco demostrando algún tipo de socialidad con los humanos, a pesar de que existe la ‘leyenda’ de que un hombre de avanzada edad la alimenta todas las mañanas en un edificio cercano y que incluso la han visto jugar con él y permitirle que la acaricie. En este sentido, Vieja es lo que Howell describe como un ‘sujeto liminal icónico’ (Wischermann y Howell, 2018, p. 9), ocupando un estado intermedio entre las categorías ‘feral’, ‘callejera’ y ‘comunitaria’ y adaptando su comportamiento según sus contrapartes (Steinbrecher, 2018, p. 128).

 

En efecto, se podría argumentar que la liminalidad de Vieja radica, entre otras cosas, en la oscilación entre la relación simbiótica comensal y parasitista que establece con los humanos (ver Coppinger y Coppinger, 2001), para lo cual cabría preguntar qué obtienen los humanos de su relación con ella. En relación con lo primero, Howell menciona cómo el arqueólogo Terry O’Connor identifica a los animales liminales como un equitativo de los animales comensales, en tanto viven en un estado intermedio entre lo silvestre y lo doméstico, se alimentan de fuentes de comida humana, ya sea que estas son ofrecidas directamente, como el caso de los trabajadores de la tienda de mascotas con Vieja, o de modos inadvertidos, a través de desperdicios o de accesibilidad a otros animales liminales que las actividades humanas atraen, por ejemplo, los ratones o las palomas (Howell, 2018, p. 145). Usando el dicho de los Coppinger, los animales comensales y parasitistas ‘comen de la misma mesa’ que los humanos (Coppinger y Coppinger, 2001, pp. 26-28), ya sea que han sido invitados o no. Acerca de lo segundo, la mayoría de las personas a las que entrevisté sobre sus esfuerzos por alimentar y cuidar a los perros comunitarios se sentían abrumadas por la carga de la tarea y la indiferencia de las personas con los perros abandonados en general, de modo que para responder qué obtienen de ayudar a los perros comunitarios, y a perras como Vieja, se hace necesario responder primero al momento en que repararon en ellos y las razones que los llevaron a cuidarlos. Mis informantes describieron cómo se sintieron impulsados a sentir empatía por los animales de la calle desde pequeños, porque alguna persona adulta de la familia les enseñó de la importancia de la adopción y de ser compasivos con los animales abandonados en las calles. Sin embargo, lo que más se repitió, al menos en aquellos que se reconocen como rescatistas, es que fue un momento de crisis personal y, a menudo, motivados por sentimientos de desesperanza hacia la desidia de las personas y de los gobiernos, los que los incitaron a hacer algo por ellos mismos. Este momento de empatía y llamado a la acción resultó ser determinante en la respuesta al porqué lo hacen, pues todos dicen haber asumido un compromiso con los animales que cuidan y no ‘poder mirar para el lado’ sin hacer algo. Algunos de mis informantes delatan cierto nivel de frustración y de sentirse ‘condenados’ a seguir haciéndolo a pesar de las ingratitudes del trabajo, como la escasez de ayuda, de tiempo, de dinero o de conciencia de las demás personas, que muchas veces incluso los insultan. No obstante, dicen ‘no poder dejar de hacerlo’, tienen un ‘sentido de obligación’ y, a pesar de las dificultades, sienten que ‘los perros comunitarios dan mucho más de lo que reciben’. Casi todos mis informantes se refieren al amor incondicional que obtienen de los perros, e incluso una de ellas dice sentirlo como una terapia: “hay algo en el trabajo de lavar sus ropas, cocinar para ellos, que me llena; ir a verlos, alimentarlos, llevarlos al veterinario, acomodar sus camitas que me da felicidad, saber que mis callejeritos están bien alimentados, con la guatita llena y calentitos”. Es interesante cómo el trabajo de cuidar es visto como una obligación, pero ‘no un sacrificio’, lo que destaca, como se verá más adelante, el carácter liminal de los cuidadores de perros comunitarios, también.


 

2.    Don Luis Apolo

Un aspecto interesante de la liminalidad de los perros comunitarios es que, como se vio anteriormente, no sólo oscilan entre categorías comensales o parasitistas, sino que también pueden fluctuar hacia relaciones simbióticas mutualistas, en tanto muchas veces desempeñan un papel clave en la construcción de la identidad del barrio en el que viven. En efecto, algunos autores señalan que no solo el perro callejero se ganó la ciudad como territorio, sino que la ciudad también ganó con su presencia, en tanto algunos tipos de perros pueden dejar una huella tan fuerte en su barrio urbano que acaban marcando su identidad (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 13) Tal es el caso de Don Luis Apolo (ver Figura 8), el perro comunitario más famoso de la ciudad sureña de Osorno. Don Luis Apolo fue abandonado en la calle Lastarria, ubicada en el tradicional barrio Lynch de Osorno, cuando apenas era un cachorro de menos de seis meses, y que desde entonces fue objeto de cuidados colectivos por parte de locatarios y vecinos, hasta que una mujer lo adoptó en 2021. Su notoriedad se construyó en torno a su peculiar gusto por las galletas ‘Cariocas’ y ‘Serranitas’, las cuales tenía la habilidad de abrir con destreza utilizando su hocico. Su participación activa en manifestaciones y su labor de guardián del barrio contribuyeron aún más a su reconocimiento, tanto que su historia fue retratada numerosas veces en medios de prensa escrita y audiovisual locales y nacionales.

 

La huella de Don Luis Apolo en la comunidad trascendió a tal punto que, en el año 2022, se erigió una estatua en su honor en la misma calle que lo vio crecer (ver Figura 9). Esta iniciativa no solo buscaba rendir homenaje al querido perro, sino también, como dice la placa de su estatua, “a todos los perritos que sobreviven en las calles”, y convertirse en una forma de promover la adopción de perros callejeros y la tenencia responsable.

 

El arraigo de Don Luis en el tejido social del vecindario puede atribuirse a su comportamiento afiliativo, que lo convirtió en un ser querido dentro de la comunidad. Sus vivencias y anécdotas cotidianas fortalecieron su identificación con el barrio, considerándolo parte integral de un patrimonio vernáculo. Esta conexión única no sólo inspiró la construcción de su estatua, sino que también catalizó la apertura de la primera clínica veterinaria municipal que lleva su nombre.

 

Lo interesante del caso de Don Luis radica en que no constituye una situación aislada, sino que representa tan solo uno de muchos casos similares que se presentan en el país. Esto podría deberse a lo que Capellà Miternique y Gaunet llaman ‘plasticidad conductual dual’ de los perros y de los humanos en las ciudades de Chile (2020, p. 6). Así, la plasticidad conductual de los perros se ve demostrada por sus diversas formas de socialidad y adaptación al entorno, lo que indica comportamientos territoriales variados (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 6). Igualmente, los perros comunitarios muestran comportamientos seguros, como utilizar los pasos de peatones o respetar las luces del tránsito (de lo que he sido testigo yo misma), lo que indica comportamientos aprendidos de los humanos, además de un profundo conocimiento de las rutinas humanas, sobre todo en relación con las fuentes de alimento (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, pp. 8 y 11). La plasticidad conductual de los humanos, por otra parte, consiste en que la gente, aun si tiene una mínima interacción directa con los perros, se comporta como si los perros fueran agentes sociales autónomos que tienen su propio espacio y hábitos dentro de la ciudad, los cuales respetan y toleran espacialmente (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, pp. 8-9). Dicho esto, se pone de relieve la coexistencia de perros y humanos en los paisajes urbanos chilenos, desafiando la tradicional división entre naturaleza y cultura, y una relación distintiva entre perros y humanos, caracterizada por distancias sociales estrechas y comportamientos únicos no observados comúnmente en otras partes del mundo (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 15).

 

Estos hallazgos son interesantes porque demuestran que los perros comunitarios pueden llevar una vida con autonomía en las calles, y aun así formar lazos estrechos con las personas, llevándolos a reconocer a la calle como su hogar. Tal es el caso de Don Luis que si bien fue adoptado en más de una oportunidad, siempre se ‘echó a morir’ en sus nuevas casas y escapó en varias oportunidades para volver a su lugar en la calle Lastarria. Solo en 2021 Don Luis aceptó ser adoptado por una mujer con quien había creado un lazo afectivo profundo, que solía recorrer grandes distancias dentro de la ciudad para ir a alimentarlo y procurar que estuviese bien cuidado. Cinco años después de su primer encuentro, esta mujer lo adoptó porque ‘sintió que era lo que Don Luis quería’ y por primera vez se adaptó a vivir en un ambiente doméstico humano. Para esta mujer, que fue una de mis informantes, fue Don Luis quien decidió ‘adoptarla a ella’. Como señala la antrozoóloga Fenella Eason, los vínculos positivos y profundos entre los seres humanos y los animales no humanos se establecen en el marco de una coexistencia mutualista que permite que cada miembro de la díada ofrezca y reciba cuidados beneficiosos (2021, p. 357).

 

Don Luis Apolo murió en 2023, a solo meses de que yo lo conociera. Su muerte no solo tuvo un fuerte impacto en su dueña, que lo consideraba su ‘mejor amigo', sino que en toda la comunidad que lo conoció.

3.     Perros y cuidadores liminales

Según informes recientes, en Chile existe una población de alrededor de 4.049.277 perros de vida libre (Subsecretaría de Desarrollo Regional y Administrativo, 2022). Es imposible saber a ciencia cierta cuántos de ellos son perros comunitarios, pero lo cierto es que su presencia es una constante en las ciudades de Chile (Capellà Miternique y Gaunet, 2020, p. 2), tanto así que se podría argumentar que la costumbre mata la mirada, y muchas veces se transforman en parte del paisaje y dejan de ser vistos por las mayorías. Esto podría deberse a que los perros comunitarios no solo son seres liminales en tanto se encuentran en un estado intermedio entre lo salvaje-doméstico, natural-cultural, inútil-útil, urbano-rural o matable-no matable (Wischermann y Howell, 2018, p. 4), y en un umbral entre cuatro relaciones ecológicas simbióticas, comensal, mutualista, parasitista y amensalista (Coppinger y Coppinger, 2001, pp. 26-28), sino que, como se verá a continuación, ellos también habitan espacios liminales y son vistos y cuidados por sujetos humanos liminales que, finalmente, terminan por configurar la identidad de estos perros y hacerlos visibles para el resto de los ciudadanos.

 

De los doce perros que conocí durante mi investigación, once de ellos viven en playas, dunas y sitios eriazos que pronto se convertirán en zonas de construcción y posteriormente edificios (ver Figuras 10, 11, 12 y 13). Estos espacios tienen la característica de conectar al mundo urbano con el mundo natural, y en tanto ocupan un espacio liminal entre la naturaleza y la sociedad, de forma similar a lo que ya se ha dicho de los perros (Holmberg, 2013, como se cita en Bowes et al., 2015, p. 146). En el contexto de las ciudades de este estudio, Valparaíso, Viña del Mar y Concón, las playas y dunas son zonas abiertas y relativamente pequeñas en comparación a las áreas edificadas, pero aun así desempeñan un papel importante como corredor de avifauna y un hábitat crítico de alimentación para especies de aves costeras, endémicas o migratorias, que dependen de la orilla del océano o de las dunas para alimentarse. Pero, en palabras de Bowes et al., esta ‘naturaleza salvaje’ se yuxtapone a las cualidades urbanas que se han añadido a sus entornos y que forman parte de la cultura humana urbanizada, como carreteras, aparcamientos, aseos, caminos de acceso acondicionados y señalización, y están asociadas a actividades recreativas como tomar el sol, el senderismo y el surf (2015, p. 147). Los perros, sin embargo, ocupan estos lugares como sus hogares, siempre condicionados a los horarios y actividades humanas. Así, pude ver cómo los participantes humanos y cuidadores de perros comunitarios suelen visitar sus ‘casas’ muy temprano en la mañana o por las noches, con el fin de asegurarse de encontrarlos antes que sean desplazados por las actividades humanas, como visitas recreativas a la playa o dunas, aumento del tráfico peatonal, aumento de personas paseando a sus perros u otras actividades que suelen ir en detrimento de la estancia tranquila de los perros comunitarios en los espacios que consideran su ‘hogar’. Además, se podría argumentar que estos espacios son liminales ya que están siendo constantemente amenazados por la presión inmobiliaria, de modo que es común que los perros comunitarios vean sus ‘hogares’ destruídos y tengan que moverse a nuevos sitios acondicionados por sus cuidadores, como ha sido el caso de todos los perros que conocí. Para los participantes humanos, esta es, junto a la crueldad más explícita, una de las caras más feas de la vida del perro comunitario, ‘que la gente los eche’, ‘lleguen nuevas construcciones y los desplacen’ o sean ‘correteados por los veraneantes y santiaguinos’ (la gente de la capital del país) que no entienden que los ‘invasores son ellos’. Para la mayoría de mis informantes rescatistas, la calle es el hogar de sus ‘callejeritos’, tanto así que frente a la pregunta de por qué no han intentado reubicarlos o darlos en adopción, contestan que sacar de la calle a una perra como Vieja, por ejemplo, no sería una adopción, sino ‘un rapto,’ o que darlos en adopción ‘es muy difícil’, tendrían que ‘irse juntos’ o ‘a una familia muy especial’ que los entienda, sino ‘se echarían a morir’. Mis informantes ven a los perros comunitarios como seres con derecho al territorio y a no vivir la violencia de ser expulsados de este. Como señala la filósofa Vinciane Desprest, tener derecho al territorio es tener derecho a dejar trazos en él y ser trazados por él, de habitarlo y ser habitado (2022, p. 30). El trazo animal se corresponde con el cuerpo: dejar un trazo es dejarse a sí mismo a través del sudor, el olor, las feromonas, la orina, las fecas, la huella del cuerpo en el suelo, la firma. Es dejar la presencia como símbolo de pertenencia, de posesión y forma de habitar, a diferencia del ser humano que habita el territorio apropiándose de él y expulsando a aquel que no reconoce como parte de la humanidad. Los participantes humanos de esta investigación reconocen esa forma de habitar los lugares por parte de los perros comunitarios, pero también experimentan sentimientos contradictorios, pues muchas veces afirman que ‘los animales están muy expuestos en la calle’, temen al maltrato animal y a que pierdan sus vidas ‘atropellados’ o que los ‘agarren y los vayan a botar a otro lugar’, separándolos de sus amigos de su misma especie o de sus cuidadores humanos, y dejándolos a su merced en un lugar al que ‘no pertenecen’. Sacar o quitar el territorio implica quitar la comida, el resguardo y el hogar, es poner en juego a la vida misma del animal. Vale mencionar que, al término de esta investigación, dos de mis informantes me pidieron ayuda para reubicar a los perros que cuidan. Estos perros aún continúan viviendo en la calle.

 

Un aspecto interesante de constatar acerca de la relación perros comunitarios-comunidad, ya sea que se trate de una persona, un grupo desarticulado (es común que los perros comunitarios tengan más de un cuidador y estos muchas veces no se conozcan) o una comunidad de personas organizadas, es que pareciera ser que es la comunidad la que configura la identidad del perro a los ojos de los demás. Un perro comunitario necesita ser visto por alguien, un otro que lo valore, que se interese por él, que lo nombre, que reconozca el espacio que habita como suyo, un otro que lo legitime, para entonces ser visto y considerado por el resto de los ciudadanos. Muchos de mis informantes declaran que ‘antes nadie hacía nada’, pero ahora que los perros tienen nombres y ven sus casitas ordenadas y limpias (generalmente con una identificación, calendario de vacunas y desparasitaciones, estatus reproductivo y referencia a la ley que reconoce la figura del perro comunitario y su derecho a recibir cuidados, ver Figuras 14 y 15), la gente los ‘respeta’ e incluso cuida directamente o a través de los mismos cuidadores, a quienes les ofrecen dinero o colaboración, y muchas veces elogian con frases como ‘usted es un ángel’ o se ‘ha ganado el cielo’. Ninguno de ellos espera este tipo de retribución, más aún, los incomoda. Su preocupación son los perros y la percepción que la gente tiene de ellos, no la gratificación personal.

 

Cabe entonces preguntarse qué hace que estos sujetos ‘vean’ a los perros comunitarios por primera vez y los legitimen ante el resto de la sociedad, o qué hace que, como ellos mismos señalan, ‘no puedan hacer vista gorda’ y ‘no puedan ignorar a un perro de la calle’. Mi argumento es que estos cuidadores son, en cierta medida, tan liminales como los perros que despiertan su empatía. No deja de ser pertinente mencionar que, a pesar de la distinción que hace la ley 21.020 o ‘ley Cholito’ en relación con el perro vagabundo/callejero como “aquel cuyo dueño no hace una tenencia responsable y es mantenido en el espacio público durante todo el día o gran parte de él sin control directo” y el perro comunitario como “perro que no tiene un dueño en particular, pero que la comunidad alimenta y le entrega cuidados básicos” , la mayoría de las personas tenga dificultad para distinguir uno de otro, y suela llamar a los perros comunitarios como vagos. Según el Collins English Dictionary (2023), ‘vago’ tiene una etimología compleja: "[C14: del francés antiguo estraier, del latín vulgar estragāre (no confirmado), del latín extrā- afuera + vagāri de vagar; véase extraviado, extravagante, stravaig]". Sinónimos de extraviado son 'perdido, abandonado, sin hogar, vagabundo'. Un vagabundo es un "animal sin hogar, huérfano, expósito". Para la catedrática Barbara Creed, quien toma esta referencia, “extraviarse es una posibilidad para todos los seres vivos, ya sean animales humanos o no humanos. El extraviado es un forastero, el otro, un exiliado, el que vive apartado de la corriente dominante” (2017, p. 7). Son ‘vagabundos’ aquellos que se han desviado de su camino normal, se han separado de sus parientes o han sido desterrados, rechazados o abyectados de su sociedad debido a su naturaleza, situación, estatus o especie. En cierta medida, podría decirse que los cuidadores de perros comunitarios también son vagabundos y erran, en el sentido de que se ven a sí mismos como separados de la sociedad y sus convenciones. Muchos de mis informantes rescatistas reconocen sentirse ‘ajenos a la gente’, sentirse diferentes y tener más ‘empatía’ y ‘compasión’ por los perros. Creed señala que estos ‘vagabundos’ son seres liminales que viven en un ‘estado frágil’ donde humano y animal pueden ir al encuentro (2017, p. 9). El encuentro con un vagabundo, sea animal o humano, y que ha experimentado el estado de ser un ‘otro’ y ha vivido la injusticia, también puede tener mucho que enseñar a quienes, por su cuenta y riesgo, han protegido el statu quo y el implacable afán de la humanidad por someter al mundo natural a su completo control (Creed, 2017, p. 19). Puede invocar un sentido de ética y tener un poder transformador. Tal parece ser el caso de los rescatistas. 

 

Ahora bien, resulta interesante traer a colación el trabajo de la geógrafa cultural Jacquelyn Johnston en relación con los ritos de paso liminales que experimentan los animales comunitarios y sus cuidadores y que resulta en una suerte de liminalidad interespecie en la que ambos grupos se encuentran suspendidos en espacios de ambigüedad, desafíos y experiencias compartidas que son producidas por las redes sociales, políticas y legales que imponen de forma incoherente una clasificación (la de comunitario y comunidad) a toda una red de encuentros urbanos multiespecies. (2023, p. 3). En su investigación sobre los gatos comunitarios y la comunidad que los cuida, que podría ser extrapolable a los perros comunitarios y la comunidad que los configura, Johnston propone que los animales domésticos que deambulan fuera de los ámbitos domésticos están sujetos a las estrategias específicas y contingentes propias de los lugares que habitan, lo que crea un estatus liminal. Así, para que no sean considerados perros vagabundos o ferales, deben pasar por diversos ritos de paso a una existencia liminal, la comunitaria, como el TNR que, a su vez, suelen ser marcados con el recuerdo carnal de que alguien intervino y rehizo su existencia urbana, como la punta de la oreja cortada o un tatuaje (2023, p. 5). Otros procedimientos ritualizados que hacen la transición de perro vago/feral a comunitario podrían ser la  identificación con un collar municipal, la construcción de una casa en una vereda, recibir un nombre, que es propio pero a la vez genérico, pues es común que los perros comunitarios tengan nombres similares que hacen referencia a alguna carácterística física, como el color, las manchas del pelaje, la contextura o la edad (algunos nombres que se repitieron durante este estudio son Negrito, Rubio, Flaco, Gordito, Manchas o Viejo), desparasitaciones y vacunas continuas. Además, resultan interesantes los ritos de paso de la calle al hogar, en la que el perro deja su estatus liminal-comunitario para ser un animal liminal-mascota cuando son adoptados, como ser llevados a la peluquería, recibir baños y cortes de pelo, ser renombrados, usar collar para salir y pasear de la correa, entre otros. El animal liminal comunitario deja con estos ritos su pasado, pero no para dejar de ser liminal, sino para adquirir otro tipo de liminalidad, que es la del perro con dueño y que muchas veces, a pesar de mejorar sus vidas, los deja suspendidos en un constante estado de extrañeza. 

 

Por otra parte, es liminal la comunidad que cuida a los perros comunitarios, no solo por la poca claridad del término, como consta en la falta de descripción de la ley 21.020, y que, como señala Johnston no es un grupo homogéneo de humanos interesados en proveer cuidados, sino también por las implicancias de su labor, como recibir hostilidad y agresión por parte de la gente que se opone a la presencia de los perros comunitarios y que muchas veces se asemeja a la misma hostilidad de la que son objeto los animales a quienes cuidan (2023, p. 13). 

 

Por último, para Johston las relaciones humano-animal que se producen en estos ritos de paso ‘solidifican una liminalidad fugaz’ que ofrece un vínculo social generalizado entre sus participantes (2023, p. 14). Una liminalidad interespecie de sufrimientos, dificultades y experiencias compartidas que, como argumenta Creed en relación a los ‘vagabundos’, tiene la capacidad de producir un encuentro; vagabundear no siempre es un acto de separación, sino que puede unir potencialmente al ser humano y al animal que vive al margen de la sociedad (2017, p. 9).

VII.- CONCLUSIÓN

La tercera semana de noviembre de este año (2023), Viejito y Caballita, dos perros comunitarios de avanzada edad que vivieron toda su vida en la ciudad sureña de Valdivia, fueron secuestrados y asesinados en uno de los casos de crueldad animal que más ha indignado a la comunidad de Chile desde la muerte de Cholito en 2017 (Prieto, 2023). Días después de su desaparición, se hizo viral un video en que se veían los cuerpos de los perros siendo subidos a un auto por parte del dueño del Café Palace, ubicado en el corazón de la ciudad. Posteriormente, el jueves 23 del mismo mes, fueron hallados los cuerpos de Viejito y Caballita enterrados en un gimnasio de la zona. La noticia enfureció a los ciudadanos valdivianos, acostumbrados a la presencia de estos perros comunitarios y que recibían cuidados colectivos por parte de la comunidad desde hacía años, de manera que una turba de aproximadamente 70 manifestantes llevó a cabo un violento acto de destrucción de la cafetería con el objeto de repudiar a los dueños del establecimiento, a quienes se les imputa la responsabilidad de la presunta muerte esto perros (The Clinic, 2023).

 

Este incidente refleja la tensión y la sensibilidad en torno a la protección de los derechos de los perros en la comunidad, así como la necesidad de abordar estos problemas de manera justa y equitativa, evitando actos de violencia que perjudican la convivencia y el respeto a los perros comunitarios.

 

En oposición al repudio colectivo frente al maltrato de los perros comunitarios, en octubre de 2023 se activó en el parlamento una antigua discusión que permitirá la caza indiscriminada de ‘perros asilvestrados’, en respuesta al daño que los perros de vida libre causan sobre la fauna silvestre y el ganado de granjas privadas (Flores, 2023). El problema más grande de esta moción, es que, según declara el abogado especialista en derecho animal, José Binfa, busca eliminar a la figura del perro comunitario y aplicar el concepto ‘feral’ a los perros que simplemente se encuentran en zonas urbanas y rurales sin una previa categorización por profesionales idóneos, de manera que perros comunitarios y perros de vida libre con dueños que los dejan deambular sin supervisión caerían ‘bajo el mismo saco’ y la misma política de eliminación (Flores, 2023). El problema recae así sobre los perros, y no sobre una sociedad que no ha estado a la altura para abordar la cuestión de la sobrepoblación y la falta de tenencia responsable.

 

Como se puede ver, la liminalidad del perro comunitario continuamente los pone en aprietos, a pesar de las opiniones divididas que estos perros despiertan en la sociedad chilena. El perro comunitario puede tener muy pocas opciones, ya que como decía Turner, los sujetos liminales se encuentran en un estado intermedio muchas veces por designación y a pesar de sus deseos (Turner, 1967, p. 46). Sin embargo, su naturaleza plástica y afiliativa puede conducir a los perros comunitarios a establecer relaciones de colaboración y que, como señala Eason, puede dar lugar a un mutualismo que haga avanzar la comunicación armoniosa entre especies humana y canina (2021, p. 371). Eliminar la figura del perro comunitario puede contribuir a desestimar un patrimonio vernáculo y evitar que se profundicen vínculos profundos entre perros y humanos que encarnan prácticas recíprocas y afectivas basadas en la comprensión, la empatía, el respeto, la tolerancia y la confianza (Eason, 2021, p. 371).

 

Los perros comunitarios no están en las calles por elección propia. Se encuentran ahí porque han sido abandonados y defraudados por la sociedad humana que, finalmente, los ha condenado a una tierra de nadie; no los adopta, pero tampoco los asimila, y más aún, confía sus cuidados y manejo en las manos de cuidadores o  rescatistas individuales u organizados informalmente, que hacen una contribución a la disminución del maltrato animal, la sobrepoblación canina y la seguridad pública, a pesar de la desidia de las mayorías. Es el ser humano el que ha creado el estado liminal de los perros comunitarios, así como de la comunidad que los configura, resultando en una liminalidad transespecífica donde perros y cuidadores forman una comunidad. Aceptar su existencia, hoy reconocida de manera legal, resulta en una justicia social transespecífica que va más allá del límite de la preocupación por los animales humanos. Desconocerla es poner en peligro cada vez más nuestra propia humanidad.


 

Lista de Figuras

Perro parado en dos patas

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Mapa

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Texto

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Un grupo de personas con un perro

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Imagen en blanco y negro de un grupo de personas

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Animal parado en dos patas

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Un perro con la boca abierta

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Foto montaje de un caballo

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FUENTES

 

Bibligrafía

 

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Fecha de recepción: 05 de junio de 2024.

Fecha de aceptación: 09 de diciembre de 2024.

Fecha de publicación: 31 de diciembre de 2024.

 

 

 



[1] Entrenadora profesional canina certificada por la Academia de Karen Pryor para el Entrenamiento y la Conducta Animal (KPA) y acreditada por la Asociación Internacional de Consultores de Conducta Animal (IAABC). Certificada en análisis aplicado de la conducta animal por la Universidad de Washington. Magíster en antrozoología de la Universidad de Exeter.Presidenta de la Fundación Sara Hernández para la Conservación del Santuario de la Naturaleza “Humedal Tunquén. mclromo@gmail.com.

[2] Quisiera traer atención de que se usará el término ‘el’ para referirse genéricamente a los perros, a no ser que se trate de una perra específica en femenino. Además, se usará el término ‘dueño’ cuando se trate de perros que son considerados ‘mascotas’ y ‘cuidadores’ o ‘guardianes’ para hacer la distinción cuando se trate de la comunidad que cuida a los perros comunitarios.

También quisiera destacar que, si bien considero que el término apropiado para referirse a los animales es ‘animales-no-humanos’ o ‘más-que-humanos’, se usará el vocablo ‘animales’ para mayor fluidez del texto.