A CRITIC
APROACH TO THE PROBLEM OF THE LEGAL STATUS OF “CHATTEL” FOR NON-HUMAN ANIMALS
MANUEL MARTÍNEZ
OSSA
RESUMEN: El presente ensayo pretende reflexionar en
torno a la eventual necesidad de modificar el estatus jurídico de cosas que
actualmente detentan todos los animales no-humanos bajo el derecho chileno, en
consonancia con el progresivo reconocimiento y protección que algunos de estos
han ido adquiriendo en nuestra sociedad. Si ello resultare plausible, nos
parece fundamental proponer alguna alternativa en cuanto a cuál habría de ser
la nueva condición jurídica que podrían ostentar los
animales y, posteriormente, analizar como habría de configurarse este nuevo
régimen jurídico.
ABSTRACT: This essay
pretends to reflect about the eventual need to modify the legal status of
chattel that currently hold all the non-human animals under the Chilean law, in
line with the progressive recognition and protection that some of them had been
getting in our society. If that results plausible, it
seems fundamental to propose some alternative as to what would be the new legal
status that animals could have and, subsequently, to analyze how this new legal
regime would be configured.
PALABRAS
CLAVES: abolición - animales no-humanos
- cosas - estatus jurídico.
KEYWORDS: abolition -
non-human animals – chattel- legal status.
El hecho de que actualmente los animales no-humanos, dígase todo aquel
ser vivo no perteneciente a la especie humana (homo-sapiens),
susceptible de individuación y distinto de un “ecosistema”, ostenten el
estatus jurídico de cosas, según el derecho chileno vigente, parece ser una
cuestión problemática, si se considera paralelamente el progresivo
reconocimiento y protección que han ido recibiendo desde hace algunas décadas
en variados ámbitos de la sociedad. Así, por ejemplo, animales que históricamente
habían sido considerados como instrumentos de protección de los hogares y sus
moradores frente a potenciales peligros externos, ahora han adoptado un
preponderante rol de compañía respecto de quienes fungen como sus propietarios
y cuidadores (v.gr. perros, gatos, etc.), diversificándose, entonces, el
conjunto de funciones que puede cumplir el respectivo animal en el marco de la
estructura familiar y en los procesos vitales de cada uno de sus integrantes
(Díaz y Rodríguez, 2019, pp. 53-55).
La relación entre los seres humanos con las
llamadas “mascotas” ha
experimentado un giro radical, pasando a estar marcada por el afecto y la
asunción de cargas o deberes activos para con uno o más animales “de compañía”,
tales como su alimentación, adiestramiento, resguardo de su salud y otros
tantos que, en lo inmediato, se enmarcan en un “modelo de tenencia responsable
de mascotas”. Por lo mismo, parece difícil entender que aquellos seres que
ahora son objeto de afecto y cuidado, y a quienes se mira más como un compañero
de vida que como un mero instrumento de protección, se encuentren desprovistos
de un resguardo significativamente más intenso que aquél que el ordenamiento
jurídico dispensa también para una silla o una bicicleta en el ámbito del
derecho común.
A su vez, la transformación en las relaciones entre
los respectivos propietarios y sus animales de compañía ha incidido en una
modificación en el trato que se ha de dar a la gran parte de los animales
no-humanos respecto de los cuales no se tiene un vínculo jurídicamente
relevante (en la jerga civilista: tenencia, posesión o propiedad). Aun cuando
el animal no se encuentre dentro de la esfera en que el sujeto podría ejercer
las prerrogativas que el Derecho le confiere respecto de aquel, se cree
(mayoritariamente, esperamos) que no es razonable causarle sufrimiento. Así,
todos tendríamos ciertos deberes de abstención de causación de daños sobre los
animales no-humanos en general, en la medida en que aquello resulte de nuestro
mero arbitrio y no se condiga con una necesidad de supervivencia o que pueda
justificarse razonablemente frente a la comunidad.
Ahora, la pregunta que planeamos responder es si
estos cambios que ha experimentado la comunidad, en cuanto a su relación con
los animales de compañía, son indicativos de la necesidad de una modificación
regulativa general sobre el estatus jurídico que actualmente ostentan los
animales no-humanos, a saber, el de cosas. Si esa respuesta llegase a ser
afirmativa, es fundamental adentrarse en cual podría de ser, entonces, la
calificación jurídica de estos animales, e igualmente tomar nota de las
potenciales consecuencias que se seguirían de la modificación su estatus
actual.
La evaluación sistemática de ciertas disposiciones
normativas actualmente vigentes en nuestro país permite extraer la conclusión
incontrovertible de que los animales no-humanos detentan el estatus jurídico de
cosas.
Así, el artículo 567 del Código Civil ubica entre las cosas
muebles, esto es, que pueden moverse, y específicamente dentro de las que
pueden moverse a sí mismas (semovientes), a todos los animales (no
pertenecientes a la especie humana). La implicancia de ello es que, en tanto
cosas, los animales son susceptibles de ser objetos de propiedad por parte de
una persona natural o jurídica, quien, constituyéndose como su respectivo
propietario, podrá usar, gozar y disponer de la cosa (el animal) en forma absoluta,
exclusiva, perpetua y arbitraria (artículo 582 del Código Civil).
La drasticidad de esta primera afirmación se ha visto
relativizada con la entrada en vigencia de ciertas
leyes especiales que parecen reconocer una creciente preocupación social
“animalista”. Entre ellas, la Ley Nº 20.380 de 2009,
Sobre Protección de Animales, que, en su artículo 1, declara que su finalidad
es el establecer normas destinadas a conocer, proteger y respetar a los
animales, como seres vivos y parte de la naturaleza, con el fin de darles un
trato adecuado y evitarles sufrimientos innecesarios. Lo relevante aquí es que
la ley en comento da cuenta expresamente de que los animales son seres
susceptibles de experimentar sufrimiento, afirmación en la cual, a través de un
ejercicio hermenéutico de su literalidad, podríamos encontrar sustento para un
reconocimiento legal a la capacidad de sintiencia de la que están dotados. En
la literatura especializada la protección centrada únicamente en el sufrimiento
de los animales es indicativa de una orientación “bienestarista”. En
particular, puede calificarse como bienestarista aquella postura que entiende
que ciertos usos de animales “son permisibles siempre que tratemos bien a los
animales al hacerlo. Los bienestaristas intentan justificar determinadas
prácticas como la experimentación y la matanza de animales para consumo humano
alegando que estas prácticas también pueden realizarse humanitariamente”
(Martínez y Porcelli, 2017, pp. 416-417).
Asimismo, la Ley Nº 21.020 de
2017, Sobre Tenencia Responsable de Mascotas y Animales de compañía, reconoce,
también en su artículo 1, que su objeto es establecer normas destinadas a
determinar las obligaciones y derechos de los responsables de animales de
compañía, y proteger la salud y el bienestar animal mediante la tenencia
responsable, entre otros. De ello es posible evidenciar, nuevamente, que los
animales no-humanos han pasado a ser un claro objeto de preocupación
legislativa, en cuanto a la protección de su salud y bienestar y en lo que
respecta a compatibilizar su existencia con el resto de los seres vivos.
A ello cabría añadir, por cierto, en cuanto elementos
demostrativos de una incipiente preocupación por su bienestar, la punibilidad
del maltrato animal previsto en los artículos 291 bis y ter del Código Penal.
Por su parte, también resultarían relevantes ciertas disposiciones previstas en
la Ley Nº 19.473, Sobre Caza, que excluirían de tal
práctica a los animales domésticos, y la Ley Nº
19.162, en consonancia con el Decreto Nº 30 del
Ministerio de Agricultura, que Aprueba Reglamento sobre Protección del Ganado
durante el Transporte, el cual, en su artículo 23, establece una prohibición
del maltrato, dolor y sufrimiento innecesario durante las operaciones de carga,
transporte y descarga de ganado.
Del análisis de las disposiciones antedichas podemos extraer
la idea de que el legislador nacional ha ido progresivamente reconociendo la
importancia de la protección de los animales no-humanos, tanto aquellos que, en
su calidad de mascotas, están vinculados estrechamente a la vida de individuos
concretos, como también respecto de todos los animales en su condición de seres
vivos dotados de la capacidad de sentir dolor, lo que los haría acreedores de
un trato que no les cause un menoscabo injustificado. En cierta medida, la
legislación especial reciente viene a corregir el margen de desamparo en que
deja la vetusta regulación del Código Civil a todos los animales no
pertenecientes a la especie humana.
Si se quiere ser optimista, la entrada en vigencia de diversas normas
que, por un lado, proscriben el sufrimiento injustificado en los
animales y que, por otro, integran obligaciones relativas a su cuidado y
tenencia responsable, es un avance notable hacia el ideal de una sociedad que
comprenda a los animales no-humanos como seres dotados de valor intrínseco, y
no como meros recursos instrumentales a la realización del plan de vida de los
seres humanos, cuya diversidad ha de ser considerada y compatibilizada con los
intereses del resto de la comunidad.
Sin embargo, ese optimismo debe ser drásticamente
relativizado, pues la lógica bienestarista que subyace a la regulación
analizada es plenamente compatible con la posición que actualmente detentan los
animales como recursos aprovechables por la humanidad. Esto, por cuanto su
operatividad descansa en condicionar la permisibilidad de la afectación del
animal a la concurrencia de cualesquiera intereses humanos que son estimados,
abstracta e incuestionablemente (sin ponderación), como prevalentes (Mañalich, 2022, p. 34).
No puede desmerecerse el avance que ha implicado la
estrategia bienestarista, pero su adopción, como modelo de fundamentación de la
regulación legal y de las relaciones entre los seres vivos, es incompatible con
el pleno reconocimiento de los animales no-humanos como seres dotados de
sintiencia y cuyos intereses han de ser protegidos y compatibilizados con el
resto de los individuos, no subyugados por consideraciones especistas o
antropocéntricas.
No creemos que existan, a priori, buenas razones para
promover un modelo que justifique la superposición de los intereses humanos por
sobre el resto de los seres vivos en base a un pretendido mayor valor que los
primeros pudieran exhibir, en tanto seres dotados de racionalidad. Ello implicaría
rechazar la interdependencia existente entre todos los seres vivos y su
entorno, donde los intereses que estos pudieran tener en su propia
supervivencia, en no sufrir dolor y en realizar los procesos biológicos que requieran,
deben ser armonizados en vías a la perpetuación toda forma de vida en planeta.
Así, no hay, a nuestro juicio, ontológicamente, una mayor
importancia que pudiera predicarse de los seres humanos según su racionalidad,
pues, generalmente en ejercicio de esa racionalidad que nos caracteriza tomamos
decisiones fundadas en el desarrollo inmediato de intereses económicos y
políticos que han ido progresivamente destruyendo el entorno natural y
alterando el equilibrio en los componentes medioambientales. Nuestra histórica
incapacidad para entender la necesidad de ajustar las prácticas humanas de un
modo que respete los procesos que debe desarrollar el ecosistema para auto-mantenerse difícilmente puede calificarse como
“racional”, y las actuaciones que progresivamente disminuyen las probabilidades
de subsistencia de nuestra especie penosamente podrían revelar una
“superioridad intelectual” frente al resto de seres vivos que si han podido
amoldarse al biosistema.
Una orientación bienestarista, como la que pretende
asentarse en el ordenamiento jurídico chileno, “se distingue por no
problematizar el sometimiento de los animales no humanos a relaciones de
explotación que perpetúan su condición de recursos existentes para la
satisfacción de los intereses de los animales humanos” (Mañalich,
2018, p. 335). En ese sentido, una idea que se presenta inicialmente como
favorable a la protección de los animales no-humanos habría de ser desechada,
en tanto resulta extremadamente limitada en su compromiso con la equiparación
de intereses de distintas formas de vida.
Generalmente, la satisfacción de propósitos humanos
implicará la afectación directa de los intereses que los animales no-humanos
tengan en su propia supervivencia y en no ser objeto de sufrimiento, de ahí que
sea característico de un modelo bienestarista el integrar la idea de que la causación de dolor o sufrimiento debe ser “injustificada”
para, por ejemplo, adquirir relevancia delictiva en los términos del actual
artículo 291 ter del Código Penal. Acertadamente, Mañalich
(2018) indica que la experiencia en el derecho comparado es ilustrativa en
cuanto a la probabilidad de que este elemento dispuesto en la tipificación del
maltrato de animal sea interpretado, a contrario sensu, para dar lugar a
la irrelevancia típica de acciones que irroguen dolor al animal, pero que
resultarían socialmente aceptadas por contribuir a la satisfacción de
necesidades humanas (v.gr. faenamiento de ganado o experimentación con animales
con fines farmacológicos) (Mañalich, 2018, p. 335).
En
síntesis, la adopción de un modelo bienestarista no es más que una forma
hipócrita de disfrazar, bajo la idea de una supuesta preocupación por el
bienestar animal, la mantención del paradigma especista en que los demás
animales están subordinados a la realización de fines perseguidos por seres
humanos.
¿Cuál habría de ser, entonces, un modelo que permita esta
compatibilidad de intereses entre los seres vivos y que no subordine a los
animales no-humanos a los propósitos que pudieran perseguir quienes actualmente
revisten el carácter de “personas”?
Históricamente, el derecho continental o civil law de raigambre romano-germánica ha favorecido una
clasificación de todos aquellos elementos que existen en la realidad
(perceptible sensorialmente por los seres humanos) bajo la distinción entre
personas y cosas (Nava, 2019, p. 48), la que, como vimos (supra II),
es indudablemente incorporada por el Código Civil y la legislación chilena en
general.
A pesar de lo asentada que está dicha clasificación, nada
nos impide encaminarnos a la idea de que, en lo concerniente a los animales
no-humanos, esta dicotomía debería ser desechada o, al menos, modificada, a fin
de integrarlos a un estatuto diferenciado que considere su condición de seres
sintientes y con un valor intrínseco distintivo, pues no encontramos razón
alguna para considerar que aquellas categorías son inmutables por el sólo hecho
de que históricamente se hayan planteado de ese modo. Como acertadamente señala
Mañalich (2021), ello implicaría confundir una
constatación de lege lata (como es la ley actualmente) con una propuesta
de lege ferenda (como debería ser la ley) (Mañalich, 2021, p. 34).
Como lo indica Zaffaroni (2011), se trata de una
categorización de larga data y cuyo sustento parece arraigarse en la teología
moral cristiana, donde el ser humano, en su intento por identificarse con Dios,
procura rechazar los rasgos que tendría en común con el resto de los animales.
Así, en forma casi unánime, la tradición jurídica occidental se ha estructurado
bajo la idea de que los animales son cosas respecto de los cuales no existe
obligación alguna, no asistiéndoles ninguna especie de derecho, limitación
ética o jurídica. La preeminencia del ser humano resulta, en ese panorama,
indiscutible, en tanto aquel se irgue como dominador de la naturaleza no-humana
(Zaffaroni, 2011, pp. 28-36).
Ahora, si lo que se pretende es solventar el margen de
desprotección en que mantiene la regulación vigente a todos los animales
no-humanos, el primer paso parece ser abandonar la dicotomía entre personas y
cosas, al menos en lo que refiere a la condición jurídica de aquellos animales;
esto es, en particular, excluirlos de la posibilidad de ser objeto de dominio.
Esa es la propuesta de Gary Francione, quien defiende
la imperatividad de la abolición del estatus de propiedad de los animales, pues
en ese escenario sus intereses siempre estarán subyugados a los de sus dueños,
posibilitándose su trato como mercancías (Francione,
2009, pp. 41-50).
Así, lo que se seguiría de excluir a los animales no-humanos
de la categoría jurídica de cosas es que aquellos no podrían, en principio, ser
objeto de aprovechamiento humano, por ejemplo, a modo de faenamiento para
consumo alimenticio o para experimentación biológica. Mas, como contracara, su
exclusión de la esfera de aprovechamiento del titular de la propiedad sobre “la
cosa” implicaría que tampoco habría alguien legitimado para, por ejemplo,
reivindicar un animal sustraído por un tercero o reclamar judicialmente por el
daño que se cause a ese mismo animal. El animal-no-cosa estaría inevitablemente
desprotegido a los ojos del derecho común, pues, al no ser persona ni cosa (de lege
lata), la preservación de su indemnidad no sería un interés encuadrable en
acciones que tutelan dominio, sin perjuicio de la tutela penal frente a
determinadas formas de maltrato.
Surge,
en este panorama de pretendida innovación legislativa, la necesidad de que sean
los propios animales, que ya no habrían de ser considerados cosas, quienes sean
titulares de determinados intereses jurídicamente protegidos, con cargo a los
cuales resultaría innecesaria la existencia de un “propietario del animal” que
venga a garantizar su indemnidad por mor de proteger su propiedad. Las
preguntas que derivan de ello parecen ser:
La pregunta acerca de qué condiciones debe satisfacer un ser
vivo para ser considerado persona resulta especialmente difícil de solucionar y
de ello da cuenta toda la discusión relativa al eventual estatus de persona que
pudiera tener el nasciturus, según si se acude al criterio de la
concepción o al del nacimiento (Sierra, 2017, pp. 7-32). Por ello, creemos que,
de erradicar su condición de cosas, debe innovarse en la categoría jurídica que
los animales no-humanos habrían de detentar. No pensamos que resulte
satisfactorio mantener la dicotomía (exhaustiva y mutuamente excluyente) entre
personas y cosas, a efectos de reconocer la titularidad de determinados
intereses en favor de los animales. En otros términos, bien podríamos
aventurarnos en la idea de que los animales no-humanos sean titulares de
determinados intereses protegidos, sin que por ello vayamos a considerarlos
“personas” en los términos del artículo 55 del Código Civil.
La idea de “personas” parece haber adquirido un significado
distintivo, reconducible a todos los individuos que integran la especie humana
y a aquel conjunto de entidades ficticias capaces de ejercer derechos y
contraer obligaciones civiles, y ser representadas judicial y
extrajudicialmente, que toman la denominación de “personas jurídicas” (artículo
545 del Código Civil). Precisamente trastocar una idea tan asentada en la
conciencia colectiva, ampliando esta condición hacia los animales no-humanos,
no contribuye a reconocerles particularidad alguna a estos últimos, sino que
erradamente intenta agrupar en una única nomenclatura a seres con múltiples
particularidades dignas de reconocimiento. En ese entendido, resulta menester
que el avance en la abolición del estatus jurídico de cosas de los animales
esté acompañado de su integración en una nueva categoría jurídica que dé luces
sobre su especialidad y no confunda el panorama jurídico.
Una alternativa plausible, conocida en el debate nacional y
comparado relativo a cuál es la incardinación jurídica de la vida del nonato,
es atribuir a los animales no-humanos el estatus de un objeto de ataque de un
bien jurídico equivalente en peso específico a un derecho fundamental (idea que
sostiene la jurisprudencia Tribunal Constitucional Federal Alemán en cuanto al
nonato en BVerfG 39, 1, sentencia de 25 de febrero de
1975); es decir, el animal ostentaría la titularidad de un interés en la
preservación de su existencia (bien jurídico) de rango constitucional, lo que
implicaría la generación de un deber de protección efectiva de aquel, cuyo
destinatario principal es el Estado (Bascuñán, 2015, pp. 224 y ss.).
Bajo ese esquema, lo primero a
tener en cuenta es que todo animal no perteneciente a la especie humana habría
de recibir protección de su interés en seguir viviendo, en la medida en que la
complejidad neuronal que ostente le permita tener un interés en su propia
supervivencia. Ante eventuales conflictos, aquel interés habrá de ser estimado
como una consideración con el mismo peso específico que el resto de los
intereses en pugna, de manera tal que el problema pueda ser resuelto a través
de un genuino ejercicio de ponderación, y no mediante una decisión legislativa
genérica que subyuga incondicionadamente el interés animal al interés humano,
como lo es la posibilidad que tiene actualmente el propietario para disponer
arbitrariamente de su cosa. Y hágase la prevención de que no por el hecho de
configurar un elemento fuera del sobre-utilizado
lenguaje de los derechos hemos de asumir que tiene una menor valía que aquello
categorizado como el “derecho a la vida” de los seres humanos, pues la
consagración constitucional de ambos compelería a un tratamiento jurídico
similar.
¿Por qué no proteger la vida del animal no-humano de modo
exacto al que se protege la vida de los seres humanos? Los últimos
evidentemente tienen, a través de una multiplicidad de arreglos
político-institucionales, el poder de configuración de la estructura social,
pues la complejidad neuronal y fisiológica que los seres humanos pueden
desarrollar (más allá de la conciencia de su propia existencia y la capacidad
de experimentar sufrimiento, común con ciertos animales no-humanos) les ha
permitido erguirse a la cabeza en el curso de la historia. Ello parece
inalterable, si lo que se pretende es cualquier cosa distinta al caos y a la
desarticulación de toda forma de comunidad política. Sin embargo, no debería
ser un problema que las cosas se mantengan así, pues la “dominación” del
sistema por parte de la humanidad es funcional al desarrollo del
mismo; no obstante, con el respaldo constitucional de los animales
no-humanos se restringe el ámbito de cosas que la humanidad puede hacer para
alcanzar aquello. Una afirmación normativa de esta índole comunica que los
seres humanos no estamos solos y que nuestros intereses no prevalecen
inexorablemente sobre el resto, pero, a su vez, entiende que la vida de
diversas especies se configura de modo distinto y no son susceptibles de
entenderse en un estricto plano de igualdad, a pesar de tener un mismo valor
intrínseco (respaldado jurídicamente).
Si creemos que es fundamental preservar la prerrogativa de
“configuración social” en la humanidad, sin perjuicio de la necesidad de
reestructurarla de modo sustentable y sostenible, es necesario un margen de
discrecionalidad para la potencial afectación legítima del interés que los
animales no-humanos puedan tener en su subsistencia, con arreglo a los
parámetros constitucional y democráticamente previstos, y de un modo
proporcional (a diferencia de la regulación actual que sustenta la preeminencia
de los propósitos humanos). Por el contrario, dar lugar a la intangibilidad de
cualquier interés no entrega margen alguno para solucionar eventuales
colisiones que pudieran llegar a darse en un futuro, siendo el mecanismo de la
ponderación el instrumento apto para racionalizar ciertas formas de afectación
de derechos o intereses jurídicamente protegidos (Baquerizo, 2016, pp. 32-35).
El hecho de que intereses de distintas especies puedan
entrar en colisión es propio al reconocimiento de una sociedad pluralmente
integrada y al entendimiento de que aquellos, a pesar de ser consagrados en un
plano de igual jerarquía normativa, difícilmente podrán ser satisfechos
íntegramente. Nada debe quedar en lo inmutable, sino sujeto a variación según
las valoraciones que aquella misma sociedad promueva en un momento determinado
(valoración que ahora habrá de comprender, también, a los animales-no humanos).
En
principio, parece fundamental el reconocimiento de determinados intereses
funcionales a asegurarle al animal el desarrollo de una vida desprovista de
sufrimiento. Así, resultaría ser prioritaria la protección de su integridad
física y psíquica, así como la garantización del
acceso a alimentación y a prestaciones de salud veterinarias de acuerdo con las
necesidades inmediatas del animal en cuestión, como también a un espacio físico
donde pueda desarrollarse con libertad. Todo ello dentro de un margen razonable
y adaptado a las necesidades concretas que un animal no-humano pueda presentar
durante su vida, con independencia de su consideración abstracta como animal
silvestre o doméstico.
No tiene sentido la frecuente ridiculización que recibe el
discurso animalista diciendo que los animales ahora serán propietarios de
determinadas cosas o exigirán acceso a prestaciones de terapia psiquiátrica. En
general, estamos hablando de seres vivos con necesidades limitadas y no
progresivas, focalizadas en su subsistencia y que históricamente han sido
capaces de solventar autónomamente las mismas en el medio natural, por ende, la
satisfacción de una significativa porción de sus intereses no exige grandes
cambios, sino, más bien, la asunción de una posición de no-intervención por
nuestra parte. Simplemente “debemos sacar nuestro pie de su cuello” y no
“humanizar” (al absurdo) sus necesidades.
Desde luego, el debate en torno a qué intereses pueden ser
razonablemente reconocidos y tutelados exige haber dado una respuesta
afirmativa a la plausibilidad de la consagración constitucional del interés que
un animal no-humano pueda tener en su propia supervivencia. En otros términos,
creemos que sólo respecto de un animal al cual quepa adscribir la titularidad
de un interés en su propia supervivencia cabría reconocer, también, la
titularidad de otros tantos intereses funcionales para desarrollo de esa vida.
Mucha tinta ha corrido a este respecto, no obstante, por cuestiones de tiempo y
complejidad del debate creemos pertinente remitir nuestras consideraciones a la
literatura especializada (Mañalich, 2020, pp.
156-172).
Como
ya se habrá advertido, este trabajo parte de la premisa de que la mayoría de
los animales, por su especial complejidad neuronal y biológica, son capaces de
experimentar sufrimiento, lo que los haría acreedores de un trato que no les
implique un menoscabo físico o psicológico. Luego, esa misma complejidad
estructural que puedan mostrar es el argumento clave para entender que
determinados seres vivos, fuera de la especie humana, detentan un interés en su
propia supervivencia, para lo que será definitorio que “el animal en cuestión
sea portador de deseos temporalmente definidos, esto es, deseos cuya
satisfacción dependa de que aquel se encuentre vivo en algún punto de tiempo
futuro” (Mañalich, 2021, p. 35). El criterio
distintivo, entonces, para el reconocimiento constitucional de un interés
individual de esta índole, dependerá de si el ser exhibe, o no, tal
complejidad; lo que no parece problemático en tanto muchos animales no-humanos,
entre ellos todos los mamíferos, pájaros, pulpos y otras criaturas, “tienen los
sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados de
conciencia junto con la capacidad de exhibir conductas intencionales” (Martínez
y Porcelli, 2017, pp. 413-414).
Otra
aparente objeción que debe hacerse frente un eventual reconocimiento normativo
de determinados intereses jurídicamente relevantes en favor de los animales
no-humanos dice relación con la imposibilidad fáctica de estos para ejercerlos
por sí mismos o para reclamar frente a potenciales afectaciones que habrían de
recaer sobre aquellos.
El primer problema parece tener una fácil solución si
asumimos la legitimidad de ciertas relaciones que actualmente existen entre los
seres humanos y los animales antedichos, esto es, las “relaciones de compañía o
fraternidad” generadas sin el empleo de violencia sobre el animal y basadas en
la idea de una “mutua conveniencia” (v.gr. rescate de animales en situación de
extrema desprotección o crianza de ganado sin fines de faenamiento). Si bien
hasta hoy estas relaciones se estructuran sobre la existencia de un derecho de
propiedad sobre el animal, nada
obsta a la modificación de ese estado de cosas, de manera tal que la
relación de hecho formada entre animales humanos y no-humanos perviva, pero
ahora bajo limites más estrictos en cuanto a lo que el animal requiere para
desarrollar íntegramente sus procesos biológicos y sobre lo que no puede
padecer en ningún caso.
La asunción voluntaria, por parte de un ser humano, de esta
especie de vínculo con uno o más animales implicará la generación de
determinadas obligaciones de protección, alimentación y provisión de los
elementos esenciales para su desarrollo integral, en favor de aquellos animales
con los cuales se ha generado este vínculo. La ausencia de violencia y la
aquiescencia en la mantención de aquella relación por parte del animal
no-humano habría de constatarse según los indicios que presente el mismo en
cuanto a haber sido objeto de maltrato y al desapego que pueda mostrar frente
al sujeto humano.
En cierta medida, hablamos de lo que actualmente conocemos
como la relación entre una persona y un “animal de compañía” (lo que resulta
preferible al término “mascota”), reestructurada con la integración de límites,
en vías a salvaguardar la integridad del animal no-humano. Dichas restricciones
habrían de extenderse desde el comienzo de esa vinculación, proscribiéndose
toda forma de apropiación violenta del animal, configurando el desarrollo
sucesivo de la misma basándose en un ideario que rechaza la superioridad
jerárquica del humano y entiende que ambos seres se relacionan en un plano de
igualdad, sin perjuicio de reconocer, a su vez, la condición de dependencia del
ser vivo no perteneciente a la especie humana.
La figura jurídica que habría de configurar la posición del
ser humano que mantiene una relación de compañía con uno o más animales es la
de un “representante” de los intereses de estos últimos. Así, en tanto estemos
dispuestos a respaldar normativamente la afirmación de que una significativa
porción de los animales no-humanos son capaces de experimentar dolor, placer u
otros estados intencionales, a partir de los cuales se estructurarían los
respectivos intereses en, por ejemplo, no ser físicamente menoscabado, habría
buenas razones para asignar a un agente humano determinado la tarea de tutelar
que esos intereses no se vean frustrados por terceros (Loewe, 2018, pp. 71-73).
El mecanismo de la representación, sea establecida por
decisión legislativa (v.gr. respecto todo animal no-humano que no se encuentre
en una “relación de compañía” con una persona se podría dejar en manos de un
órgano similar a la “Defensoría de la Naturaleza” que incorporaba la propuesta
de nueva Constitución del año 2022 en su artículo 148 y ss.) o asumida
voluntariamente por intermedio de una declaración de voluntad vinculante (v.gr.
a través de un instrumento público donde el individuo ratifica la relación que
ha generado de facto con uno o más animales y asume las cargas
correlativas), podría ser la gran alternativa para que los intereses
reconocidos formalmente en favor de determinados animales puedan hacerse valer
y no pierdan efectividad. De ahí que sea un instrumento
funcional a respaldar la solución del primer problema y, más importante,
la clave para responder al segundo.
Nuevamente, Mañalich (2018)
acierta en indicar que “la objeción desconoce flagrantemente la posibilidad de
que el respectivo derecho subjetivo sea hecho valer, por cuenta de su titular,
por parte de otro, esto es, en el marco de una relación de representación”
(Mañalich, 2018, p. 329). Mecanismo que usualmente es
utilizado en nuestro ordenamiento jurídico para subsanar la incapacidad que
algún individuo pueda presentar para hacer valer por sí mismo sus derechos o,
según nuestra idea, los intereses de relevancia constitucional de los cuales es
titular; por ejemplo, ese es el caso de la representación legal de los
progenitores respecto de sus hijos, según el artículo 43 del Código Civil. De
ahí que su implementación resulte plenamente satisfactoria.
Sin
duda, una innovación regulativa de este talante habría de traer consecuencias
radicalmente negativas para todos aquellos ámbitos donde los animales son
empleados como recursos explotables. Así, por ejemplo, la experimentación
genética, farmacológica o estética con animales, en vías a la creación de
bienes de consumo humano, resultaría absolutamente prohibida, en tanto se valen
de prácticas lesivas para la salud de estos seres vivos y se caracterizan por
la producción de sufrimiento en los animales, por ejemplo, mediante la
desestabilización de sus procesos fisiológicos regulares, manipulación
biológica y el sometimiento a niveles de estrés extremos (Núñez, 2021).
Luego, un cambio radical también habría de impactar a la
gran parte de la población mundial que actualmente mantiene una dieta omnívora,
esto es, aquella que integra el consumo de carne de animales-no humanos. En
tanto se reconozca constitucionalmente un interés en su propia supervivencia,
en atención a que los sustratos neuronales del respectivo animal le permiten
tener tal interés, se impediría la causación de su
muerte con fines puramente alimenticios de la población humana. Ello,
claramente, habría de implicar el fin de la industria agropecuaria que
concentra su labor en la crianza, faenamiento y venta de carne animal. Así, sea
que el asunto discurra a través del reconocimiento de derechos naturales, como
proponía Regan, o mediante la constitucionalización de determinados intereses
funcionales al desarrollo de la vida del animal, tal como hemos sostenido hasta
aquí, ambos escenarios presentan una consecuencia insoslayable:
“Significa
el final de la agricultura animal comercial, no importa que sea intensiva o al
aire libre. No respetamos los derechos de vacas y cerdos, pollos y gansos, atunes
y truchas si acabamos con su vida de modo prematuro, aun que empleemos métodos
«humanos». Estos animales tienen tanto derecho a la vida como podamos tener
nosotros” (Regan, 2007, p. 122).
En
los párrafos precedentes hemos intentado reflexionar en torno a la
plausibilidad y a las consecuencias que traería aparejada la modificación del
estatus jurídico de cosas de los animales no-humanos junto al correlativo
reconocimiento constitucional de determinados intereses funcionales al
desarrollo de una existencia desprovista de sufrimiento, cuyo resguardo, en
cuanto interés en la propia supervivencia, estaría también asegurado al mismo
nivel en favor de la gran mayoría de animales.
De semejante alteración al panorama jurídico vigente se seguiría la
generación de un significativo número de estrictos deberes de abstención para
los seres humanos, a efectos de no causar detrimento a los animales no-humanos,
y de otros tantos deberes activos cuyo contenido serían determinadas
prestaciones en favor de estos seres vivos, las cuales contribuirían al pleno
desarrollo de su existencia.
Lo favorables u odiosas que puedan resultar estas
modificaciones es un asunto que no pretendemos zanjar aquí, pues nuestra labor
ha sido defender la necesidad de una modificación en la regulación jurídica de
los animales no-humanos, basándonos meramente en la constatación de un ya
acaecido cambio de paradigma en lo que concierne a la relación entre los seres
humanos y un determinado sub-grupo de animales
no-humanos, a saber: la relación con los animales de compañía o “mascotas”.
El hecho de que pretendamos extender esa modificación a la
gran mayoría de los animales no-humanos, de un modo favorable a garantizar su
cómoda subsistencia, es una toma de postura frente al dilema de su capacidad de
experimentar sufrimiento y al de su valor individual e intrínseco, pero no nos
convierte (ni a nadie) en el parámetro de lo que habría de considerarse
éticamente correcto, pues creemos que cada lector sabrá advertir que está
dispuesto a modificar en su forma de vida, restringiendo su esfera de libertad
general de acción o asumiendo determinadas cargas, a fin de resguardar los
intereses de quien (ahora) entendemos como un “otro”.
Cuánto, como seres humanos, estamos dispuestos a ceder en
vías al reconocimiento de formas de vida distintas a la nuestra es una pregunta
compleja y parece ser una cuestión de grado, no de todo o nada. Indudablemente,
la humanidad no está sola en el mundo y mal podría seguir creyendo que ostenta
un rol de dominación arbitrario sobre el resto de seres
vivientes. No obstante, ello que parece ser algo evidente en el ideario
colectivo, tiene un correlato absolutamente contrario en el derecho; la ley,
nuevamente, está muy atrasada en relación con los “avances” que experimenta la
sociedad.
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